jueves, 8 de octubre de 2015

En memoria de la filosofía

La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David (1787)
Por J. Teresa Padilla

Lo que voy a contaros hoy es una vivencia íntima y personal, lo que no implica, ni mucho menos, que sea exclusiva. Estoy segura de que, en algún momento, todos los niños han vivido una experiencia similar, distinta en los detalles pero en lo esencial idéntica.

Cuando tuve noticia de que la filosofía iba camino de desaparecer de la enseñanza obligatoria pensé en escribir un alegato crítico y racional en su defensa y denunciar lo que, a todas luces, es una destrucción y negación de lo que somos. Esa tan cacareada, cuando se trata de bombardear aldeas afganas, civilización occidental no es otra cosa que el resultado de la reflexión filosófica que se inició en Grecia. Para bien y para mal, pues esta civilización y cultura europea es responsable, no sólo de la proclamación, como valores irrenunciables sobre los que constituir nuestras sociedades, de la igualdad, la libertad y la fraternidad, y de la necesidad de un pensamiento crítico que dé contenido a estos valores, sino también de la barbarie que asoló Europa el siglo pasado. Y por ello necesita una refundación, un cuestionamiento radical de sí misma. Necesita justo lo contrario del olvido y el ocultamiento. Justo lo contrario de aquello a lo que va a invitar la reforma educativa.

Pensé, efectivamente, en escribir algo así, pero me invadió un cansancio enorme. Por su inutilidad. Porque puede que no me corresponda a mí realizarlo, sino a aquellos que lograron hacer de su vocación y pasión por la filosofía su medio de vida. Ahora es cuando ellos, profesores titulares y catedráticos, deben demostrar que, pese a recibir un sueldo por su enseñanza, no son meros sofistas, impostores que sólo fingen saber lo que presuntamente estaban encargados de transmitir a sus alumnos. Me parece que a mí me toca, más bien, lamentarme de que mis hijos no lleguen probablemente a tener la ocasión de vivir lo que yo cuando la filosofía se cruzó en mi camino escolar. Me corresponde, creo, rememorar aquel momento puramente biográfico que, sin embargo, de una forma u otra, estoy segura de compartir con muchos otros.

Hubo un tiempo en que envidiaba, en el fondo porque comprendía poco, a los que recuerdan su niñez como un periodo de felicidad y despreocupación. Un periodo que quedó para siempre atrás y que sólo puede ser objeto de nostalgia. A pesar de ello, rememorar aquel periodo de sus vidas parece resultarles netamente placentero, como si la alegría de lo reproducido en el recuerdo pudiera ocultar y compensar el regusto amargo que, desde mi punto de vista, debería acompañar necesariamente a la vuelta al presente, tan diferente a aquel paraíso infantil perdido. Supongo que mi infancia también tendría esos momentos felices (no quiero dar la impresión falsa de que he tenido una niñez especialmente desgraciada), pero, sencillamente, no los recuerdo. Tengo mala memoria para los hechos y sólo conservo de mi pasado, en realidad, algún suceso, sí, pero sobre todo sensaciones. Y esas sensaciones que retengo las conservo, de hecho, porque las he seguido sintiendo. Mi infancia, lo que de ella recuerdo con claridad, sigue viva en mí, no ha terminado de pasar nunca. Por eso, me parece, no puedo crearme (ni creerme) ese "paraíso infantil" que otros dicen haber vivido, no puedo ver mi niñez como los adultos ven la niñez: desde fuera y, por tanto, sin entender nada.

Y esa infancia que me persigue hasta hoy mismo podría quizá describirse como dominada por un afán de vivir y una curiosidad que el mundo adulto (familiar, social y escolar) parecía empeñarse en frenar y reconducir por unos caminos que ya estaban claramente delimitados desde siempre. Todo parecía estar claro para los demás, las alternativas vitales fijadas de antemano, no había lugar para lo absurdo o lo incomprensible o, más bien, lo absurdo y lo incomprensible se limitaba a la conducta o las opiniones de individuos concretos que se desvíaban de la norma y, o se toleraban en nombre de una excentricidad más o menos ingeniosa o genial, o se calificaban, sin más, de locos. Así que recuerdo mi infancia como esa sensación de entusiasmo que enseguida quedó envuelta por la de sentirme extraña a lo que me rodeaba, con la inseguridad que ello suponía (siempre es más probable ser un loco que un genio), y sola, muy sola. Sola y encerrada en un mundo que no entendía y en el que veía difícil mi encaje. En el que encajar parecía sinónimo de renunciar a mí misma y convertirme en alguien igual a todos los demás (o a lo que todos los demás aparentaban ser desde mi perspectiva). Sólo en los animales, con los que tampoco se me permitió en realidad convivir, encontraba cierto consuelo.

Cuando, iniciada ya la adolescencia, la filosofía irrumpió como asignatura en mis estudios algo cambió. De pronto no se me pedía, como hasta el momento, olvidarme de quién era y aceptar sin más la realidad y los conocimientos como incuestionables y necesarios. No tenía que aprender datos y fechas, se me exigía detenerme y reflexionar. Todo lo que me había resultado, aparentemente a mí sola, extraño y ajeno se me decía entonces que podía ser efectivamente así, extraño o ajeno, o, en cualquier caso, que debía forzarme a verlo de esta manera, a conservar esa extrañeza, pues tal era la condición para llegar a ver con claridad algo. Fue, sencillamente, como si alguien abriera una ventana por donde entró un aire fresco y limpio o una puerta que daba a un mundo diferente al que me asfixiaba. Era la posibilidad de ser yo, que es lo que significa en el fondo ser libre.

Sé que otros, sobre todo de mi generación, vivieron algo similiar y recuerdan con cariño a sus profesores de filosofía, muchos de los cuales en aquella época, en plena transición, estaban llenos de esperanza ante las posibilidades que se abrían y lo transmitían en su docencia de una asignatura que exigía, como ninguna otra, el ejercicio de la libertad y la crítica. Yo no tuve esa suerte en mi primer contacto con ella, pero aún así, incluso enseñada de una manera algo indolente, el mensaje era claro para cualquiera que, como yo, no sólo estuviera dispuesta a escucharlo, sino que necesitara, como el aire, hacerlo: “Fíjate en ti mismo. Desvía tu mirada de todo lo que te rodea y dirígela a tu interior. He aquí la primera petición que la filosofía hace a su aprendiz. No se va a hablar de nada que esté fuera de ti, sino exclusivamente de ti mismo”. Así comienza la primera introducción a la Doctrina de la ciencia de Fichte, quien, en El destino del hombre, insistía en aquello de lo que se trataba: “Quiero saber. Con la misma seguridad con que afirmo que este suelo que piso me sostiene, cuando por él ando, que ese fuego me calienta cuando a él me acerco, quiero poder afirmar lo que soy y lo que debo ser”.

Ningún otro saber se dirige a uno así, en primera persona. Y, en realidad, es muy fácil olvidarse de uno mismo si no encuentras quién o qué te interpele. Y sólo porque me sentí interpelada, y en la medida de mis fuerzas intenté responder a esa interpelación, fui capaz de encontrar luego esa misma llamada en otros ámbitos, como en el de la literatura. Si digo que no hubiera logrado sobrevivir sin ella, sin la filosofía, no miento, aunque tampoco pretendo que se me entienda de una forma erróneamente trágica. Sin ella no sólo no hubiera muerto (en apariencia al menos), sino que podría haber llegado muy bien a ser una competente profesional de éxito en a saber qué campo. Y quizá hasta recordar mi niñez como una Arcadia feliz, un mito inventado. Pero no sería quien soy, ni hubiera podido conservar viva y presente mi infancia (si es que ambas cosas no significan exactamente lo mismo). Me habría ahorrado, es cierto, algún que otro dolor y fracaso, pero me habría perdido a mí misma, que, al fin y al cabo, mejor o peor, es lo único que tengo, que todos tenemos.

Sólo me queda repetir para la filosofía lo que Sócrates a su muerte, de nuevo convertido en la personificación del saber que él inició: “Ahora yo voy a salir de aquí condenado a muerte por vosotros, y éstos, condenados por la verdad, culpables de perversidad e injusticia. Yo me atengo a mi estimación y éstos, a la suya. Quizá era necesario que esto fuera así”. Quizás, sí, sea necesario, pero ¿para qué?

4 comentarios:

  1. Gracias, Tere. Ayer firmé la petición del Colegio de Licenciados y Doctores de Madrid. Lo hice porque la declaración es bastante simple y austera, al contrario que otras cartas y documentos de la conferencia de Decanos, que son un amasijo de chorradas, lugares comunes y miedos corporativistas. También porque, casualmente, dos o tres personas adultas me han comentado algo parecido a tu comentario. Los adultos echan de menos la filosofía; los adolescentes pasan bastante de ella, me temo. Y me temo también que en la inmensa mayoría de los casos es porque se enseña rematadamente mal. Solo una minoría tuvo la suerte que tú. Yo no tuve la misma (quizá por eso mi relación con la filosofía es un poco más cínica), aunque si estoy aquí es porque tuve a un profe, Don Antonio Merino, que sí era de los que tú dices que en la transición estaban muy emocionados con la emancipación, la libertad (sobre todo sexual), el psicoanálisis y la crítica al capitalismo. Y supongo que, en efecto, eso conectó con mi vida interior, que era atormentada y, como tú, sin prueba alguna, pienso que un poco más densa que el promedio.
    Pero en fin, reconozco que estoy lleno de dudas. Cada vez que oigo a los escolásticos marxistas hablar de pensamiento crítico me da sarpullido. Muchos de los que enseñan, en bachillerato y en la Universidad, son la gente más dogmática y menos crítica que he conocido. Casi nadie se sale del carril de lo aprendido, o del carril que lo dirige a sus objetivos personales. Llaman pensamiento crítico a una rutina discursiva convencional, y a la defensa de sus intereses.
    En fin, hasta aquí puedo leer.



    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. En parte fue por esas cosas que comentas (miedos corporativistas, lugares comunes y frases trilladas) por el que renuncié a escribir una defensa teórica de la necesidad de la enseñanza de la filosofía y preferí enfocarlo como un reconocimiento de una deuda afectiva, desde una perspectiva absolutamente personal.Tú sabes que a mí ni me va ni me viene que a partir de ahora los licenciados en Filosofía vayan a tener aún menos carga docente y que, por tanto, las facultades se vayan vaciando y el ejercicio profesional de la docencia en filosofía sea cada vez más anecdótico. Ese tren pasó (o lo dejé pasar) hace una eternidad, así que puedo protestar contra la desaparición en la enseñanza preuniversitaria de la filosofía como una auténtica "espectadora desinteresada", sin que se me pueda acusar de algún interés espurio. En realidad, si, en lugar de la filosofía, pienso en sus profesores y catedráticos (la inmensa mayoría de ellos impostores que cuando hablan, como dices, de pensamiento crítico sólo piensan en la crítica del discurso ajeno y no, como Sócrates enseñó, en el cuestionamiento de las certezas propias), casi me alegro de lo que está pasando. A lo mejor esta "muerte" de la filosofía es necesaria justamente para evitar su proliferación y favorecer su extinción. Pero, ¿qué pasará entonces con los adolescentes como tú y como yo, con mis niños y las tuyas? Me niego a mirar con desprecio a los adolescentes de hoy. En el fondo son como éramos nosotros: están perdidos y solos, y tienen que tener una oportunidad para no perderse del todo y encontrar esas voces amigas (el diálogo socrático sólo se da entre amigos, ¿recuerdas?). Yo creo que la potencia de esas voces es tan grande, que puede dejarse oír a través de la estupidez (o algo peor) de los supuestamente encargados de transmitirlas. En mi caso fue así: se oía incluso en un colegio de la más rancia y fundamentalista religiosidad.
      Tu relación con la filosofía no es cínica (no olvides que nos conocemos desde hace mucho). Creo que lo es, y con mucha razón, respecto de la realidad y la concreción de la filosofía, sobre todo en nuestro país. Y que sólo puedes percibir su pobreza y corrupción porque sabes y compartes (nada cínicamente) lo que debería ser.
      Un abrazo muy fuerte, Pedro.

      Eliminar
  2. Qué fantástica entrada. Y cómo me identifico con todo. Con esa infancia que nos persigue... no, no que me persigue, sino que me acompaña. Por la perplejidad, por la curiosidad, por las ganas de vivir (de vivirlo todo)... También por la extrañeza, esa sensación de no encajar, de no entender, de no comprender porqué nadie veía/sentía las cosas como yo... Y eso que, he de decirlo, mi infancia fue terriblemente feliz, desinhibida, en la calle, en el campo, en la montaña, creo que asalvajada... :)

    Cuando llegué a la Filosofía, o la Filosofía llegó a mí, especialmente con un profesor de FIlosofía, fue como encontrar un traje a mi medida, pero una medida flexible, amoldable, que me explicaba, que entendía, que me daba alas. Supongo que fue la misma sensación que cuando comencé a leer: todo un mundo que tocar, palpar, descubrir, investigar... Con la filosofía, como con la literatura, la música, la pintura, el arte en general, también me encontré. También me salvó (lo sigue haciendo, y tampoco lo digo con matiz trágico).

    Un abrazo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. A veces me parece que la clave para entendernos a nosotros mismos, a los demás y, al final, hasta el mundo mismo está en la infancia. Porque hay algo, que muchos olvidan en la edad adulta, que es igual en todos, independientemente de cómo haya sido en concreto la suya. La tuya, me dices, fue "terriblemente feliz" (libre y salvaje); la mía, me temo, fue muy diferente por sobreprotegida. Pero con todo viviste también, como creo que todos, esa soledad típica de la niñez que tan bien describió Unamuno y que luego también he descubierto en tantos escritores vista de una forma muy similar (me viene ahora a la cabeza David Grossman). Una soledad donde está nuestra originalidad, nuestra personalidad, nuestro auténtico yo (esa "gramática interna"). El problema es cómo no perder esto cuando se crece, cuando todo lo que nos enseñan parece obligarnos a cambiar la dirección de nuestra mirada hacia lo exterior, lo materialmente provechoso, el conocimiento de cosas que nos son completamente ajenas.
      El otro día leí un pecio de Sánchez Ferlosio que decía algo así como que la pregunta del verdadero corruptor de menores era qué vas a ser de mayor. Como si de mayor tuviera uno que ser alguien distinto a quien ya es de niño, como si en realidad hubiera elección. De mayor habría que ser uno mismo, desarrollar esa personalidad única e irrepetible de cada cual cuyo germen está en la infancia.
      La filosofía, la literatura, las llamadas humanidades, ayudan a corregir esa dirección externa de la mirada que todo lo demás parece imponer. Es muy triste que su existencia se mantenga cada vez más oculta para los niños y, finalmente, se deje un poco al azar que las lleguen a descubrir un día y a reencontrarse a sí mismos en ellas.
      Y no digo más, que luego me regañan por ahí por enrollarme tanto en la respuestas a los comentarios.
      Un abrazo, Ana.

      Eliminar