lunes, 26 de octubre de 2015

Como perros y gatos

Por J. Teresa Padilla

Mi estimada colega y, sobre todo, amiga Juana acaba de publicar una semblanza en recuerdo del desaparecido Galo, uno de sus queridos mininos, en la que no sólo encomia la belleza, inteligencia, agilidad e independencia propias de este gato en particular, sino de la especie como tal y, de paso, de los humanos (que no estrictamente “dueños”) que aceptan con gusto convivir con ellos. A su entender, compartir sus hogares con estos felinos proporciona al hombre una necesaria cura de humildad que le recuerda que su poder no es omnímodo y que nunca podrá con ese espíritu libre que es siempre hasta el más casero de los gatos.

Nada se dice en el texto en detrimento de la otra especie de animal de compañía por antonomasia, el perro, ni de sus propietarios, pero, y aunque reconozco que puedo pecar de una excesiva susceptibilidad, el antagonismo entre canes y felinos, así como el contraste entre las relaciones que los seres humanos establecemos con unos y otros, es tan marcado que resulta difícil no percibir, cuando se encomia específicamente a unos, una velada censura a los otros. Porque cuando se habla del gato como un espíritu libre, ¿no se insinúa la condición servil y sumisa del perro?, o, cuando se habla de la tolerancia de su propietario, ¿no viene a la mente la imagen autoritaria y represora del adiestrador de canes? Un poco sí, y, en cualquier caso, sobradamente conocido es que los adictos a los perros, pues de una adicción se termina tratando, aprovechamos la menor ocasión para ponernos un poco en ridículo hablando de ellos. Ni elegantes ni majestuosos, los perros y sus dueños tiramos más bien a payasos sentimentales.

Si hay una antítesis que no admite mediación es la de perros y gatos y sus correspondientes humanos, perreros y gateros. Entre los propios animales a veces la oposición puede llegar a superarse (aunque me atrevería a decir que casi siempre el mérito corresponde al perro) y no son tan raros los casos de una convivencia armónica, pero entre los fanáticos de los perros y los amantes de los gatos nunca deja de haber, a pesar del compartido amor por los animales en general, cierta tensión subterránea. A ella contribuyen no sólo las diferencias personales que inclinan a establecer una relación con una u otra especie animal, sino que la relación en sí no tiene nada que ver.

Tradicionalmente, en los pueblos, donde los perros tienen vetada la entrada a las casas, el gato de la dueña tiene vía libre para acomodarse junto al fuego. El hogar es el lugar tradicional de la mujer, y el gato, aparentemente limpio y delicado, es el único candidato posible a convertirse en su animal casero. Los perros son cosa de los varones, y su lugar está allí donde ellos realmente ejercen su dominio: el campo, las calles. Los perros de pueblo lo saben y nunca intentan entrar en las casas.

En la ciudad las cosas no son tan sencillas, y la división por sexos de los valedores humanos de estos animales no es tan clara, aunque tengo mi propia teoría: aparte de las fanáticas de la higiene que no pueden soportar la idea de que un animal que callejea, se revuelca y mete las narices en los lugares más inmundos pretenda tumbarse en su sofá o incluso subirse a su cama, los amantes de los gatos suelen ser personas independientes, reacias a asumir cargas o responsabilidades y con una acusada inclinación estética, o sea, por la contemplación extática de la belleza natural de los paisajes, las plantas y… los gatos. Los de los perros somos más cada uno de un padre y una madre, como los propios perros, que se parecen entre sí mucho menos que los felinos (o eso me parece a mí), pero como común denominador tienen, creo yo, un carácter mucho más interactivo que contemplativo y, en general, más inclinación por la ética que por la estética. Sí, a los perreros, aunque ni Dios nos aguante o no aguantemos a nadie mucho tiempo, o ambas cosas a la vez, no nos gusta sentirnos, más que estar, solos. Necesitamos un compañero, un amigo, un socio… Una auténtica relación. O sea, un perro.

He dicho amigo y compañero, no esclavo. Contraponer la libertad felina a una presunta sumisión canina significa ignorar la diferencia entre el estado salvaje y doméstico. Los gatos, simplemente, apenas pueden considerarse animales domésticos. Han encontrado la forma de vivir entre nosotros e incluso con nosotros sin verse obligados a modificar o reprimir ninguno de sus instintos naturales. Esto es lo que nos fascina de ellos, y con razón. Pero, a la vez que nos fascina, establece los límites y el carácter de la relación que podamos terminar de establecer. Por el contrario, el perro es, como nosotros mismos, un animal plenamente domesticado que no puede ya confiar su supervivencia a su menguado y menos rígido comportamiento instintivo. Es, como todo animal doméstico, dependiente del hombre, pero no por ello menos libre que un animal salvaje. No sólo porque cualquier grado de libertad suponga el debilitamiento del comportamiento puramente instintivo, sino por el tipo peculiar de animal doméstico que él es.

El perro no es un animal doméstico cualquiera y, por eso, nunca es un esclavo (aunque pueda llegar a ser esclavizado, como cualquier otro ser vivo). No es un león de circo, ni un caballo domado, ni un bovino amansado. En cierta forma, el perro es tan responsable como el hombre de su propia domesticación, y por eso el encuentro del hombre y el perro, y su peculiar alianza, han dado lugar a hermosas leyendas en casi todas las culturas. Mi preferida, cuyo origen desconozco y de la que supe a través de un documental, es la que relata que, cuando Dios creó el mundo, separó al hombre de los animales abriendo la tierra y creando entre ellos un abismo que el perro, al ver alejarse al hombre, se atrevió a saltar para permanecer junto a él.

El perro es un animal completamente dependiente del hombre, pero no simplemente para conseguir alimento o protección. Depende del hombre en el mismo sentido en que, por independientes que nos consideremos, nosotros mismos dependemos y necesitamos a otros. Es un animal social que, inexplicablemente, establece desde muy temprana edad vínculos más estrechos con nosotros que con los de su propia especie. El perro nos sirve y nos obedece por interés, es cierto, pero la recompensa que persigue no es necesariamente una golosina o un juguete. Nada hace tanto contorsionarse y mover el rabo de placer a un perro que nuestra alabanza entusiasta, que nuestras palmadas de aprobación. El perro aprende lo que le enseñamos y nos obedece (hasta cierto punto que él mismo irá estableciendo de acuerdo con el tipo de humano al que se haya asociado) por complacernos. Su interés es hacernos felices, conseguir nuestro afecto, ser aceptado como uno de los nuestros.

Por eso es un amigo, sin antropomorfismos. Tener perro no te hace sentir el centro todopoderoso del universo, pero sí el centro de algo, de alguien. Su centro. Sabes que está ahí, siempre pendiente de tu estado de ánimo. Será especialmente cuidadoso y tenderá a la invisibilidad si te encuentra enfadado, y esperará pacientemente el momento oportuno de acercarse a ti. Cuando estés eufórico, él se contagiará de tu alegría; cuando estés nervioso, se excitará; cuando estés triste, buscará tu contacto. Tendrás que enseñarle a no desesperar por quedarse solo, aunque nunca conseguirás que no te reciba tras una ausencia más prolongada de lo habitual como si literalmente hubieras resucitado de entre los muertos. Renunciará al placer de destrozar tus zapatos para no enojarte y, cuando no estés, es probable que busque un lugar con tu olor para soñar tu vuelta. Buscará acomodo en tu regazo o a tus pies y te permitirá buscarlo a ti en él aunque le incomodes. Te acompañará a un palacio o se quedará contigo bajo un puente. Cuidará y querrá (o al menos tolerará) a los que tú quieras (aunque sean gatos) y será esquivo con aquellos que te resultan antipáticos o molestos. Fingirá una valentía y agresividad que tú sabes que no tiene para defenderte y se refugiará entre tus piernas cuando tenga miedo. Se hará muchas veces el sordo a tus órdenes, pero correrá a buscarte desesperado si para escarmentarlo te escondes. Te lo perdonará todo, y buscará tu perdón. En un tiempo demasiado corto pasarás de ser arrastrado por él a tener que adaptar tu paso a su caminar renqueante. Y cuando siguiendo su instinto se retire enfermo al rincón más oscuro y solitario para morir, si acudes a buscarlo y lo llamas, se arrastrará hasta ti o, cuando menos, responderá con la viveza que aún conserven sus ojos ante ese sonido que da sentido a su vida: su nombre, el nombre propio que le diste un remoto día, pronunciado por ti.

Fuiste su fe, su religión, su dios, y hay dioses tiránicos y crueles que hacen del perro un amante desgraciado. Pero los dioses que han correspondido en una u otra medida a este amor, se avergüenzan porque saben que nunca han estado a su altura. Y lloran, como falsos ídolos, a estos auténticos ángeles cuando se van porque con él han perdido su sombra. Al final, vivir con un perro también es una cura de humildad para el hombre.

Se me dirá que todo esto sólo puede decirlo el propietario urbano de un perro que, aislado y solo, ha humanizado a un animal hasta desnaturalizarlo por completo. Sí, los auténticos hombres de campo serán mucho más sobrios y tendrán asumido un orden natural de los hechos y los seres que lo explica todo y no necesita ser pensado ni casi sentido. Tendrán consigo un perro por su utilidad, aunque a veces sea difícil que concreten qué utilidad es ésa y si de verdad compensa. Pero no es justo confundir a estas personas con los cazadores deportivos u otros domingueros rurales para los que sus perros son cosas. “No hay animal más indefenso”, me dijo una vez un pastor mientras su futuro carea, todavía un cachorro, aprendía a sus pies la primera y más importante lección, la que nadie tiene que enseñarle: permanecer a su lado, confiar en él. No, realmente, no hay ser más indefenso y vulnerable que éste que no puede evitar amarte.

2 comentarios:

  1. He de decir que yo he convivido tanto con perros como con gatos. Que en los últimos años lo haga con gatos es también por egoísmo y una cuestión practica, en el sentido de que no los hay que sacar a pasear, y no teniendo a veces todo el tiempo que quisiera, no me parecía justo para el perro que tuviera. Si comento lo de que he convivido con ambos (perros y gatos) es por lo que comentas de la tensión subterránea entre "perreros" y "gateros", en mi caso no se da porque tendría que tensionarme conmigo misma, y no necesito echar más sal ya :) Tampoco entiendo que al hablar de las virtudes de uno (gato o perro) parezca que estás poniendo en evidencia la carencia del otro. Son animales distintos, como lo son respecto a cualquier otro animal. Y la convivencia entre ellos muchas veces es más fácil que entre "perreros" y "gateros", la verdad.

    Cada animal que te acompaña durante un período de tu vida te aporta algo. Hasta recuerdo a un par de tortuguillas que tuve hace tiempo, que parece que no aportan nada, y oye, que sí.

    Cierto, somos las personas los animales más indefensos.

    Un abrazo

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  2. Bueno, quizás tengas razón, y eso de la "tensión subterránea" sea algo muy personal y propio (por aquello de mi excesiva susceptibilidad y porque, en realidad, soy una especie de talibán de los perros). Pero lo de las tortugas (con todo el respeto que me merecen las tortugas como cualquier otro ser vivo) es pura transferencia, me lo tienes que reconocer.
    Me debí expresar mal, porque con el animal más indefenso no me refería (ni el pastor ni yo) a nosotros, sino a los perros. El más vulnerable es siempre el que más ama y, en el caso de los perros (y es lo que no tengo claro en el de los gatos, aunque nunca he convivido con uno), es siempre él. Esa es la lección de humildad que nos dan sin quererlo.
    Gracias, como siempre, por tu comentario, Ana. Un abrazo.

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