Mortal y rosa. Francisco Umbral.
Cátedra: Madrid, 1995. 244 pp. 10,5 euros.
Por J. Teresa Padilla
Un artículo me recordó hace unos días que este año se cumplían cuarenta de la publicación de Mortal y rosa. Justo la excusa que necesitaba para releerlo, aunque no sé muy bien por qué necesita una a veces estos empujones bastante tontos para decidirse a hacer finalmente lo que ya lleva tiempo deseando. Qué importa. El caso es que saqué mi ejemplar de su sitio. Junio de 1995, compruebo que había anotado. O sea, que hace la friolera de veinte años que lo leí por primera vez. Me resulta algo inverosímil: para nada tenía un recuerdo lejano de esta lectura. Se ve que he llegado justo a la edad en que hace veinte años de casi todo. A veces me da vértigo, otras (ahora mismo) me parece un dato tan irrelevante (un año puede ser una eternidad y veinte, un instante) que hasta me avergüenza haber reparado en él.
Hace, pues, al parecer veinte años recuerdo (y compruebo, que el libro tiene alguna anotación y bastantes subrayados) que me interesaron, sobre todo, las reflexiones sobre la naturaleza del tiempo vivido, de la literatura, de la conciencia de nosotros mismos, los otros y el mundo… y sobre el misterio esencial de la infancia. Hoy me han vuelto a interesar, es cierto, sobre todo esto último, aunque de otra manera. No sé si mejor, aunque no puedo evitar tener la convicción de que sí, de que claro que lo es. Hace veinte años buscaba, lo recuerdo bien, una imagen del mundo. Buscaba la cohesión íntima de todas esas reflexiones. Una conclusión. O, por lo menos, elementos y pistas que me ayudaran a llegar a una por mi cuenta. Hoy, sin buscar nada (o sin saber muy bien qué busco cuando leo), he encontrado a un hombre que escribe deslumbrado por el descubrimiento, gracias al niño, al hijo, de quién es él mismo, de la verdad olvidada, pero viva a pesar de todo, que le hace ser el que es y hacer lo que hace. Empieza a escribir deslumbrado por esta luz que irradia el hijo (“un niño es una lámpara de vida”) y termina llorando en la oscuridad su ausencia: “Sólo encontré una verdad en la vida, hijo, y eras tú. Sólo encontré una verdad en la vida y la he perdido”. Llora al hijo y, tanto o más que a él (y no hay en ello ni rastro de egoísmo), a sí mismo, convertido de nuevo en un huérfano abandonado, dejado de la mano en un lugar desconocido (“nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae”; “qué perdida mi mano grande en la vaguedad del mundo, sin la firmeza breve de tu mano”). Ni rastro de egoísmo porque somos, en realidad, ésa es la verdad de cada cual, el niño que fuimos, el que sólo reconocemos en el otro, en el hijo, y ambos se confunden (haciéndonos padres de nosotros mismos), de la misma manera que todos los niños se confunden, porque son el mismo niño. Son y no son, éste es el misterio del “universal concreto”, tan irrepetible como común, tan personal y único como anónimo, de la infancia: “Sólo en la mirada de un niño me vienes un poco, de pronto, de abajo arriba, pero tiembla mi mano al tocar a ese niño, me ahogo de saber que eres y no eres, respiro con miedo su aroma montaraz, que es el aroma de la infancia, por terror de que seas y de que no seas”.
Llorar no es entender. Ni siquiera buscar consuelo, que no es sino otra forma de reconciliarse con la realidad, resignarse; de aceptar, en el fondo, lo inaceptable. Es, más bien, una forma de gritar a la vida, ésa de la que el niño es la más clara e incondicional afirmación, la que sólo el niño es capaz de iluminar y mostrar en su inagotable belleza, que es una sacrílega que incomprensiblemente atenta contra sí misma asesinando al niño. Una suicida, una deicida. Y llorar es, también, una forma de expiación. Porque compartimos con la vida la culpa de sobrevivir, la inaudita constatación de que se sigue respirando, de que la muerte del hijo, la peor de las catástrofes imaginables, el fin de todo, no termina de serlo. Escandalosamente no es el fin, pero sí esa catástrofe, ese horror en el que se puede, aunque no se entienda cómo, vivir. Sólo queda “beber a morro del dolor”, apurarlo, agotarlo, saciar una “sed de sufrimiento” que nos redima del pecado de la supervivencia, que acabe con nosotros o que lleguemos a agotar. En vano: por debajo del dolor humano, “mediocre, de hombre que sufre” adivinamos otro dolor insondable, más allá de lo humano, infinito, universal. El de la vida, quizá.
Y tras el llanto blandido como una espada, contra la vida y contra uno mismo, queda sólo retener al niño, seguir manteniendo vivo lo que queda de él. Un recuerdo, sí, pero presente, que habla y al que se habla, que mantiene inconcluso este diario íntimo, que lo convierte en el libro de la vida.
“Hijo, un día vi un pato en el agua. Quería habértelo contado. Hacía sol, estábamos en el campo, y el pato estaba allí, al sol, en el agua. Era blanco y no muy grande ¿sabes? Nada más eso, hijo. Sé que es importante para ti. Para mí también. Te escribo, hijo, desde otra muerte que no es la tuya. Desde mi muerte. Porque lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos. Cada cual se queda en su muerte, para siempre. La muerte es distancia, sólo distancia. Y sólo de mí puedes vivir ahora, de tanto como en mí habitaste, hijo. Y sólo de ti puedo vivir. Sólo está vivo de mí lo que está vivo de ti: el recuerdo. Sólo vivo, estando vivo, en lo que tú vives, estando muerto. Toda la locuacidad del mundo me habla en tu silencio. (…) Y por eso sigues hablándome siempre, y este libro no se cierra, sino que queda eternamente abierto entre tú y yo, porque seguimos dialogando noche y día, y la sustancia de mi vida no es ya otra cosa que este diálogo”.
Un libro que, como dijo de él una amiga, duele e ilumina. Como la vida. Como el niño. Como todo lo mortal y rosa.
Gracias por la reseña, y por todas las demás.
ResponderEliminarO me pilla con las defensas bajas, o es -vamos a ponerle un pero- demasiado emotiva. Después de leerla me da como miedo encontrarme ese libro, no sea que se me venga a los ojos.
Gracias a ti por tomarte un tiempo para leerlas (ésta y las demás), que sé muy bien que tu vida está llena de ocupaciones mucho más importantes y urgentes que ésta.
EliminarPara mí que, más que con las defensas bajas, el libro nos pilla hoy (como digo en la reseña lo leí hace tiempo) más mayores y más sabios: lo entendemos (sentimos) mejor, demasiado bien.
No quería hacer una reseña sentimental porque el libro no lo es (claro que yo no soy Umbral). Es de una belleza sobria, lo que no impide que, literalmente, haya llorado (en mi caso, como la mujer mediocre que soy) con él.
Anímate, que todavía recuerdo con cariño lo bien que comprendías la fascinación de Umbral por las colegialas (y también aparece este Umbral).
Besos, para ti y todas tus niñas.
Mágnifica reseña, Teresa. Es curioso volver a un libro tantos años después, contrastar la mirada de ambas lecturas. Yo estoy precisamente releyendo un libro ahora (La campana de cristal, de Plath), que en realidad ya he leído varias veces. Pero hay algo en este tipo de libros que parece que los lees por primera vez, quizás porque son libros de los que remueven por dentro, y siempre parecen llegar en el momento oportuno. Hace años ofrecían una cosa, años después, ahora, siguen teniendo cosas que contarte, que te llegan, que dan sentido...
ResponderEliminarEl libro es impactante. Me permitió tocar el alma de Paco Umbral. Y yo no lo hubiera imaginado, jamás. Fue toda una bofetada a los puñeteros prejuicios. Bendita bofetada, por otro lado.Es una MA-RA-VI-LLA, no conozco a nadie que lo haya leído que no se haya conmovido. Enorme lectura.
Gracias por la mención, Teresa.
Un fuerte abrazo
Gracias, Ana, por el comentario. La verdad es que, aunque yo no tenía prejuicios negativos sobre Umbral (su personaje público me parecía una máscara e intuía bajo ella un hombre no muy lejano del que se descubre aquí), también fue para mí una sorpresa Mortal y rosa. Quizás porque intuía que su literatura también era parte de esa máscara. No del todo sin razón. Incluso él habla de su obra aquí, antes de la "iluminación" que el niño supone, como de un "arma" para imponerse, para triunfar, una expresión de "voluntad de poder". Sólo con el niño descubre que la literatura es su forma de rechazar el mundo falso de los adultos, de conservar vivo al niño que fue (es y será).
ResponderEliminarConocer no, pero alguna reseña leí hace tiempo que consideraba "ilegible" (por lo oscuramente poética)esta obra, así que no puedo compartir tu optimismo. Hay mucha gente que no puede leer nada que no sea lineal y puramente informativo. Ellos se lo pierden.
Hace también mucho que leí La campana de cristal, aunque apenas recuerdo que fue una lectura impactante. Quedo a la espera de que tu reseña me refresque la memoria.
Un abrazo.
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ResponderEliminar'Mortal y rosa', considerada obra cumbre de Francisco Umbral. Debe ser terrible que a uno le digan que su mejor libro es el que le ha inspirado la muerte del hijo, mientras tu vida se iba con la suya: “Soy el único cadáver que ha escrito un libro en la historia de todos los tiempos..." Estremecedora y bellísima obra.
EliminarGracias por recordarla, Teresa.
Merece varias lecturas.
En realidad no quería eliminar el comentario, se me fue la mano y tuve que volver a redactarlo. Claro, a estas horas...
EliminarBuenas noches.
¡Trasnochadora!
EliminarEn realidad es un libro inspirado en la vida (y la luz) del hijo (la enfermedad y muerte irrumpió en medio de su redacción). Esa frase que citas es una hipérbole dictada por el dolor que no puedo considero cierta, porque no creo que haya libro de Umbral en el que él esté más vivo (aunque doliente).
Gracias por comentar, Juana.
Besos.