jueves, 14 de junio de 2018

El canto y la ceniza

El canto y la ceniza. Antología poética. Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva (trad. y selec. de Monika Zgustova y Olvido García Valdés).

Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2005. 299 pp., 17,90 euros.


“Hermanos errantes,
morimos –no lloramos.
Ardemos –no lloramos.
En ceniza y en canto
ocultamos al muerto,
errantes hermanos” (Marina Tsvetáieva, Poema del fin).

“No soy ésa, es otra quien sufre.
No lo resistiría yo. Que velos negros
cubran lo sucedido, que retiren
los faroles…
Noche” (Anna Ajmátova, Réquiem).

Por J. Teresa Padilla

Poesía. Poetas. Qué se puede decir, añadir o comentar a lo escrito por ellos. Habrá sesudos eruditos que nos ofrezcan como un cuerpo diseccionado la autopsia de un poema, nos desvelen el mecanismo interno que posibilitó su expresión, su sonido, el extraño fenómeno de comunicación que supone. No descarto que algunos de estos estudios puedan ser fascinantes, no cuestiono la pasión del forense por su labor, aunque a mí me sobrecoge ver un poema convertido en un cadáver sobre una mesa de operaciones. Un cuerpo donado a la ciencia de la filología y expuesto, no sólo al devoto escalpelo de los amantes de la palabra, crueles a su pesar, sino también al de los simples curiosos para los que la magia se reduce al truco y eso es lo único que buscan en la poesía y en la vida. El truco: qué listos se sienten quienes creen conocerlo; qué decepción debería suponerles descubrirse, pese a todo, incapaces de reproducir ellos mismos el supuesto simple juego de prestidigitación; qué lástima que ni tan siquiera sospechen su fracaso, quizá bajo coronas de laurel o grandes cifras de ventas.

Asimismo hay poetas que hablan de otros poetas y sus poesías. E incluso se paran un momento para pensar en prosa sobre su propia obra. Ambas cosas hacía Joseph Brodsky en un conjunto de ensayos sobre los que escribí tiempo atrás. Me da la impresión de que, cuando los poetas reflexionan sobre la poesía, se muestran demasiado inseguros (con respecto a lo creado por ellos mismos) o deslumbrados (por el fruto de la actividad ajena) para ser tomados realmente en serio por el mundo de los expertos. Pero qué sé yo de ese mundo. A mí me fascinan sus titubeos, y, como un ciego cogido del brazo de un tuerto, les sigo en su lectura detenida de cada verso y les dejo que me describan la belleza oculta que he sido incapaz de descubrir por mí misma.

Relativamente oculta. Un poema es como una mina o un yacimiento paleontológico. Hay capas y más capas. Si puede llegar a ser agotado, exprimido por completo, es una afirmación arriesgada que no me atrevo a suscribir. Pero lo que sí sé es que desde la primera capa, la más superficial y accesible, expresa y comunica lo que la prosa no puede. Lo dice una lectora habitual de prosa que sólo cuando se siente desfallecer acude a la poesía. Nada aborrezco más que a un mal poeta (que, en realidad, es para mí un impostor). Nunca, jamás, me atrevería a escribir versos. Ni a juzgar los de los demás, aunque me parezcan falsos. Profanación, sacrilegio… Palabras que me vienen a la cabeza. El poeta, las poetas en este caso, son unos seres extraños. Mediadores entre nosotros y todo lo que las palabras, con una determinada cadencia, pueden llegar a significar o, más bien, evocar. “El poeta es el genio de la evocación”, decía Kierkeggard, “tan débil y a la vez tan persistente como sólo puede serlo un recuerdo”. Un recuerdo de algo que está más allá de nuestro pasado particular: el de lo que (o quienes) fuimos aún antes de ser, lo que somos o no terminamos de dejarnos ser. Puede que tenga que ver con los susurros y los labios: lo decía Nadiezhda Mandelstam cuando describía el proceso creador de Ósip (“el murmullo de los labios «que recuerdan»”) o Boris Pasternak, en una carta a la propia Marina Tsvetáieva sobre su poesía (“Es precisamente eso que el hombre siempre hace y nunca ve. Así deben moverse los labios del genio humano, de esa criatura que excede los límites de sí misma”). Frases, en resumen, sin sentido (analítico) como éstas, que nos confunden y empujan a seguir pensando y siendo, a vivir. Y eso es la poesía para mí: una caricia o una garra, según. Pero que te despierta y te devuelve a la vida, aunque sea para sentir el dolor de la ausencia, la soledad y la muerte. Sólo sufre el que está vivo, y aunque el dolor no puede ser justificado por nada, ni siquiera por la belleza de las obras de quienes lo sufrieron y, a pesar de él (nunca gracias a él), extrajeron cantos de las cenizas, lo cierto es que, a poco que echemos un vistazo a nuestro alrededor, no parece caber más felicidad que la del malvado o el idiota. El consuelo parece la única aspiración sensata, y el amor, claro, hacia los que nos lo procuran en la vida y en la literatura.

Al parecer, Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva se cruzaron brevemente, pero no llegaron a conocerse, a hablar, a establecer un vínculo afectivo. Apenas lo que les permitieron algunos de sus poemas: los pocos que estaban publicados y aquellos otros que pasaban de mano en mano. Los vientos de la época, esa que iba a traer el paraíso pero se conformó con el infierno, las llevaron de aquí para allá en direcciones no coincidentes. Compartieron hambre, dolor y miedo. Una logró sobrevivir contra toda esperanza. Marina, no. De Anna transcribí en su día aquí un poema de su Réquiem. Hoy le toca a Tsvetáieva (1892-1941). En parte para compensar, pero también porque, al leerlas juntas en esta antología, la poesía de Marina me ha parecido… ¿Superior? No, no sé lo que es eso. Me ha dolido y consolado más. Me ha dicho cosas que me hubiera dicho a mí misma si hubiera sabido cómo se decían.

No voy a reseñar cómo vivió y murió esta poeta. Ni las pérdidas que sufrió. Ni el amor que fue capaz de sentir y hacer sentir a otros poetas enormes, pero quizá no tan grandes como ella, en palabras de J. Brodsky, “la mayor poeta del siglo XX”. Nada de esto es necesario, es información disponible con un clic o poco más. Prefiero transcribiros algunos de sus poemas mientras intento recordar para siempre y murmurar con ella estos cuatro versos extraordinarios de su Poema del fin:

“Ulula, brama,
aúlla como un perro con rabia.
(La vida se te agolpa
cuando mueres)”.


A ALIA

1
No sé dónde estás, dónde estoy yo.
Las mismas canciones, las mismas labores.
Tan amigas, tú y yo.
Tan huérfanas, tú y yo.

Estamos tan bien juntas,
sin hogar, sin reposo, sin nadie…
Dos pajarillas: al despertar, cantamos,
dos peregrinas: nos alimentamos del mundo.

2
Vamos de una iglesia a otra,
las grandes y las pequeñas, parroquiales.
Y de una casa a otra,
las humildes y las ricas, señoriales.

Un día me dijiste: ¡cómpralas!
Brillaban en tus ojos torres del Kremlin.
El Kremlin es tuyo desde la cuna.
Duerme, mi primogénita, radiante y terrible.

3
Y como hierba que bajo tierra
se enlaza a minerales férrreos,
nada se escapa a los dos claros
abismos que tiene el cielo.

Sibila, ¿por qué sobre mi niña
pesa ese destino?
Una suerte rusa la llama…
Y sin fin: Rusia, amargo serbal.

(24 de agosto de 1918).



¡Dos manos tiernamente puestas
en la cabeza de una niña!
Me habían sido regaladas
-para cada mano, una- dos cabecitas.

Pero apretándolas con ambas,
con furia –cómo pude-
a la mayor arrebaté de las tinieblas,
y a la menor no logré salvar.

Dos manos –acarician y alisan
tiernas cabezas, sedosos cabellos.
Dos manos –y una, en una noche,
resultó superflua.

Rubia –cuellecito fino-,
diente de león en su tallo.
Aún no he llegado a comprender
Que mi niña yace en la tierra”.

(Primera mitad de abril de 1920).



JARDÍN

Por ese infierno,
por ese absurdo,
dame un jardín
para mi vejez.

Para mi vejez,
para mi miseria:
días de trabajo,
días de sudor...

Para mi vejez,
mis días de perro,
mis años ardientes,
un fresco jardín.

Para quien huye,
dame un jardín,
sin cara,
sin alma.

Jardín sin pasos.
Jardín sin unos ojos.
Jardín sin risas.
Jardín sin ruido.

Dame un jardín
sin un silbido
sin un grito
sin un alma.

Dime: -No sufras ya, toma
ese jardín, solo como tú.
(Pero tú no entres en él.)
Toma ese jardín, solo como yo.

Para mi vejez ese jardín.
¿Ese jardín o quizá el más allá?
Dámelo para la vejez,
para que mi alma quede absuelta.

(1 de octubre de 1934).



Si pudiera, te llevaría
a las entrañas de una cueva:
a la cueva de un dragón,
a las entrañas de una pantera.
A las garras de una pantera
te llevaría, si pudiera.

Al seno de la naturaleza, al lecho de la naturaleza.
Si pudiera, mi propia piel de pantera
me quitaría…
Entregaría mis entrañas a la ciencia.
En la maleza, en los arbustos, en los arroyos, en la hiedra,

allí, donde en penumbra, en ensueño y oscuridad,
se entretejen las ramas para bodas eternas…

Allí, donde en el granito, en la leche y en el líber del tilo
se entrelazan por siglos de siglos
como ramas, y ríos.

Ni en la blanca luz, ni en el pan negro.
En la rosada, en las hojas –como amistades íntimas…

Para que no se golpeen las puertas,
para que no se grite,
para que no siga todo igual
hasta el fin de los tiempos.

Pero es poco, cueva,
es poco, entraña.
Si pudiera, te llevaría
a las entrañas de una cueva.

Si pudiera,
te llevaría.

(Poemas al huérfano, 3. 27 de agosto de 1936)



Ya es hora. Para este fuego
ya soy vieja.
El amor es más viejo que yo.
Tiene cincuenta eneros
la montaña.
Más viejo es el amor:
viejo como un fósil, viejo como una sierpe,
más viejo que el ámbar de Livonia,
más que los barcos fantasmas,
más viejo que las piedras, más viejo que los mares…
Pero el dolor que hay en mi pecho,
más viejo, más viejo es que el amor.

(23 de enero de 1940).

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