Los días en los que me convierto en bruja se me ocurren muchas maldades para liberar tensiones. Reconozco que algunas de ellas no son más que ideas extravagantes que nacen y mueren en mi cabeza sin atreverme nunca a llevarlas a efecto. Y las que pongo en práctica tampoco son nada del otro mundo. Hace unos días, por ejemplo, estuve echando un vistazo a mis viejas fotos de papel, ésas que revuelves de tarde en tarde, a veces por un ataque imprevisto de nostalgia o, en este caso particular, para ilustrar una sencilla felicitación de cumpleaños.
La cuestión es que, tras colgar la citada imagen en el facebook, recibí de forma inmediata los consabidos comentarios jocosos, que me instaban, además, a seguir compartiendo mi particular baúl fotográfico de los recuerdos. Y me puse a ello. Esta vez me dediqué a enviar por whatsapp a un amigo un par de instantáneas de hace, aproximadamente y a bote pronto, unos treinta años. Y además, por si acaso no había quedado del todo claro que mi acción rebosaba de tintes maléficos, le envié un mensaje claro y conciso: “Aquí todavía tenías pelo”. Apreté la tecla de enviar y me quedé tan fresca.
Pero a veces ocurre que tus acciones dañinas son recibidas por la gente de manera diametralmente opuesta. Cuál sería mi sorpresa cuando me encontré con una respuesta llena de agradecimientos; varios mensajes en los que me recordaban a cada personaje que salía en aquella fotografía, sus nombres, a lo que se dedicaban, qué había sido de su vida… Y ni un solo reproche por mi sutil comentario. Nada. Incluso se permitió el lujo de informarme de que iba a compartirla con un amigo al que, suponía, le haría muchísima ilusión. De mi referencia a su calva actual, ni flores. Mutis absoluto. Mi maldad, absolutamente ignorada. Vamos, un auténtico fracaso. Menos mal que al final decidí no añadir en mi mensaje algo así como un “yo todavía estoy estupenda, pero anda que tú…”, o un “para algunos pasan los años más deprisa que para otros”.
Es lo que tienen las viejas fotos de papel. Guardamos en esas imágenes recuerdos tan gratos, nos han acompañado durante tantos años, las hemos manoseado tantas veces, que al final hemos conseguido impregnarlas de buenas vibraciones. Nos arrancan nostálgicas sonrisas, a veces incluso alguna lágrima furtiva por aquellos que se fueron o por los que dejamos por el camino sin apenas darnos cuenta.
A mí nunca se me ocurre rebuscar entre mis fotografías digitales. Es una simple cuestión de pereza. No sé nunca exactamente en qué CD o DVD las tengo guardadas. Ni, por supuesto, qué lugar ocupa una instantánea determinada, justo aquella en la que estoy pensando, entre las otras quinientas con las que está almacenada. Sin embargo, en mis álbumes no albergo ninguna duda. Yo sabía perfectamente dónde se encontraba la foto de mi amigo con pelo: en el álbum rojo, el que contiene las del viaje de fin de curso del instituto, detrás de las de una excursión a Segóbriga y antes de las que le hicimos a mi sobrino cuando cumplió un añito. Así de sencillo. Nada que ver con los actuales dispositivos de almacenamiento en los que acumulas fotografías estupendas de viajes idílicos que jamás vuelves a revisar, por la sencilla e inequívoca razón de que no eres capaz de encontrarlas.
Yo tengo además otra explicación para amar mis antiguas fotos por encima de las actuales. Es simple: en aquellos años guardabas sólo las que te gustaban. Las demás, las hacías pedacitos. Había una, y sólo una, que te hacías en un lugar determinado. Y te la jugabas. Si salía bien o no era algo que no estaba en tus manos y no descubrirías hasta que una semana después fueras a recogerlas al Fotoprix o similar. Ese día podías darte cuenta, con horror, que el carrete entero se había velado o, si habías tenido suerte, sólo cinco de las veinticuatro habían salido borrosas.
Mis viejas fotografías son tesoros para mí. A veces me decido a compartirlas, pero siento algo parecido a una invasión de mi intimidad. Cada una de ellas es única e irrepetible y guarda tras de sí su propia historia. Hay días en los que me descubro observándolas y encuentro nuevos detalles que me habían pasado inadvertidos. Entonces me pongo a pensar y me pregunto si hubiese mantenido fijo en mi memoria aquel momento de no haber sobrevivido con los años esa imagen en papel. Con los recuerdos que mantengo de ellas y otros cuantos que mi cabeza sería capaz de inventar, podría escribir un libro. Pero, como supongo que carecería del más mínimo interés para todo aquel que no se viera reflejado en ellas, de momento me dedico sólo a enviar a mis “amigos” aquellas que pueden llegar a causarles cierta inquietud por el paso inapelable de los años. Por algo soy una bruja. Aunque en ocasiones, la historia se da la vuelta y el escobazo me lo acabo llevando yo. Y hasta la próxima…
Opino exactamente lo mismo.... Donde se ponga una buena foto de papel....que se quite una pantalla. No transmiten lo mismo.
ResponderEliminarYo lo tengo claro, Toñi. Pero debemos de ser un poco raras, porque yo me paso la vida escuchando cómo me llaman antigua y contraria al progreso sólo por preferir el libro de papel al e-book o mis viejas fotos a las digitales. En fin...
ResponderEliminarYo sinceramente no se como hacer flores de papel y necesito ayuda. Ya que le quiero hacer un detalle a mi novia para y no se como hacerlo. sera que aquí en este blogs me pueden ayudar.
ResponderEliminarLo siento, Luis.Este es un blog literario y me temo que tampoco sabemos hacerlas, pero si pones en el buscador de Google "flores de papel" te saldrán muchos sitios que te serán seguro útiles.Saludos.
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