El doble. Fiódor Dostoyevski.
Alianza: Madrid, 2011. 240 pp. 9,95 euros.
Por J. Teresa Padilla
¿Por qué reseñar hoy esta novela de Dostoyevski? Podría, sin duda, alegar unas cuantas razones serias y profundas, pero os estaría mintiendo. En realidad, la elección de esta obra tiene dos motivos y ambos son estrictamente anecdóticos y biográficos.
El primero es que el domingo, cuando paseaba a mi perra por la mañana todavía algo somnolienta, alguien me paró en la calle para decirme que era “mi primo Javier”, dicho lo cual me plantó dos besos, “uno por mejilla” (como en la canción de Sabina). Me dejé hacer, como quien dice, primero porque, como ya os he dicho, todavía no estaba despierta del todo y, segundo, porque no está la vida como para ir rechazando besos así como así de buena mañana. Sin embargo, me creí en la obligación de sacarle de su error y decirle que no, que no era mi primo (por lo menos en primer grado y fruto de uniones legítimas, que son los que controlo). Escéptico aún me dijo el apellido que debería de tener y compartir con él (es curioso, pero ahora que me acuerdo en ningún momento dijo mi supuesto nombre, puede que ni lo supiera, ¡menudo primo!), y sólo cuando le confirmé que no era el mío aceptó resignado su equivocación y la justificó: tiene en el mismo barrio una prima igualita a mí. Total, que tengo una doble. Me pasan tan pocas cosas emociantes que, en cuanto subí a casa, relaté el suceso a mis hijos (como han salido a mí, les pareció interesantísimo) para así advertirles de la existencia de esta doble y de la posibilidad de que cualquier día se encontraran con alguien igual que yo que se negara a reconocerlos (ganas me dan de hacerme pasar por ella a ver qué pasa).
El tema de la doble trajo a mi mente esta novela de Dostoyevski que leí hace un millón de años, como casi todo lo que he leído de él. Y es que Dostoyevski y yo llevamos un tiempo, bastante largo ya, distanciados. No lo sé, pero me pareció que estaba siendo injusta con él y que había llegado el momento de intentar la reconciliación. Porque, para que lo sepáis, Fiódor fue mi primer amor literario.
Yo no leía de niña. A pesar de que en mi casa había bastantes libros para nuestro nivel social, nunca me tentaron. Ni ellos ni los libros que leían los otros niños de mi entorno (Mortadelo, Astérix, Los cinco, los clásicos ilustrados de Bruguera…). Hasta que un día mi padre apareció con una edición de Crimen y castigo que había comprado muy barata en alguna parte. Lo abrí, sólo por la inercia que tenía de curiosear cualquier novedad que entrara por la puerta, y apenas lo volví a cerrar hasta que no terminé de leerlo. Desde entonces siempre pedía que me regalaran libros. Libros concretos. Sobre todo de Dostoyevski. Tenía unos doce o trece años, calculo yo.
A Dostoyevski lo he leído y releído varias veces a lo largo de mi vida, y creo que hubo una época en que me supe de memoria frases enteras de Crimen y castigo e incluso de Los hermanos Karamazov. No sé muy bien lo que pasó, como casi siempre pasa en las historias de amor cuando acaban. Supongo que conocería a otros (y otras) cuya inteligencia o sensibilidad, o ambas cosas, terminarían por seducirme más que las suyas y le abandoné. Sí. En cuestiones literarias soy terriblemente infiel, como debe ser. Pero lo que no se puede cambiar es que él me abrió la puerta de la literatura y se merece más que nadie una reseña mía. Esta es la segunda razón de la entrada de hoy. Como veis, la primera era bastante tonta y la segunda es sentimental, o sea, todavía más tonta.
Pero vamos con El doble, que va a resultar lo único inteligente de esta entrada. Y eso que en esta novela se nos invita a asistir a una pesadilla. La que vive durante unos días un gris funcionario, Yakov Goliadkin. Una pesadilla dentro de otra pesadilla, la vida misma del protagonista, que desde el principio se nos presenta como un ser a todas luces enfermo, incapaz de comunicarse con franqueza, desconfiado, mezquino.
Sin que sepamos el motivo, Goliadkin se prepara con gran boato y despilfarro para asistir a una fiesta en la que no se le permite la entrada: la fiesta que celebraba Olsufi Ivanovich, su superior y antiguo benefactor, por el cumpleaños de su hija, Klara. Aún así logra colarse, aunque su anómalo comportamiento una vez dentro le condena a una expulsión vergonzosa. Tras ella recorre fuera de sí las calles de San Petersburgo huyendo de sus presuntos “enemigos” con “el aspecto de un hombre que quería escaparse y esconderse de sí mismo”, el peor de todos ellos. Y como en una pesadilla, su mayor temor (el de ser alcanzado por sí mismo) se cumple: otro señor Goliadkin, absolutamente idéntico a él, se instala, primero, en su casa y luego en su oficina.
Bueno, absolutamente idéntico no: tan miserable como el primero, el segundo señor Goliadkin tiene más éxito. En realidad, da la sensación de que representa todo aquello que Goliadkin I quisiera en el fondo ser y que tan en contradicción está con quien él cree que es. Aunque, claro, el que él cree ser no se parece en nada ni al que quiere ser ni al que es en realidad: él cree ser un hombre sincero, recto y leal.
Un personaje (o dos, o tres, según se mire) de pesadilla en una realidad social tan disfuncional como él. Y, sin embargo, la novela nos muestra cómo el verdadero enemigo no es ésta, sino que se encuentra en nosotros mismos: en nuestra mezquindad moral. Ella es la que ha llevado a Goliadkin a creerse mejor de lo que es, a descargar la responsabilidad de su vida sobre los otros, a sentirse perseguido y maltratado, a no desear sino el éxito y el reconocimiento de aquellos a los que en el fondo desprecia... Ella, con su egoísmo y cobardía inherentes, le conduce a la marginación social y, lo que es peor, a la locura.
Mientras releía esta novela no podía dejar de pensar en que Goliadkin es el negativo de lo que mucho tiempo después sería el príncipe Myshkin, el protagonista de El idiota. También él es objeto de mofa social, un marginado, incluso un loco. Pero su locura es otra, expansiva, luminosa y creadora como la del personaje que sirvió de modelo a su creación, don Quijote. No sé. A lo mejor ha llegado el momento de volver a leer El idiota también. A lo mejor tengo que volver a Dostoyevski.
Dostoïevski, era un adelantado a su tiempo. ‘El doble’ es todo un estudio psicoanalítico del desdoblamiento de la personalidad medio siglo antes de que apareciera Freud en el mundo de la psiquiatría. Le atraía el tema: también Ivan Karamazov mantenía conversaciones con su “otro yo” (el Diablo) y las dudas de Raskólnikov se pueden interpretar también como un desdoblamiento.
ResponderEliminarEl ‘El doble’ no es una de mis novelas favoritas del ruso, pero es Dostoïevski.
No, es verdad, no es de las mejores (creo que fue la segunda, tras el éxito de Pobres gentes, y un fracaso en toda regla), pero es la que me vino a la mente...
EliminarSi a mí me asaltara en la calle un tipo diciendo que le recuerdo a una prima, lo primero que se me ocurriría es que el primo quiere ligar; claro que, según el aspecto que tuviera, admitiría el parentesco o no. Deduzco que si el encuentro te remitió a Dostoïevsky, es porque el sujeto en cuestión no te interesó ni como primo lejano. Lástima para los lectores de la sección “Amores y Erotismos”.
ResponderEliminarYo también me desdoblo.
Con el aspecto que presento los domingos por la mañana cuando paseo a mi perra es inconcebible la hipótesis erótica. En cualquier caso, mi "primo" Javier venía de correr, y ya sabes lo poco que me gusta a mí el deporte. Tendré que buscar inspiración para la serie "amores y erotismos" por otra parte...
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