Foto: Metromadrid.es |
Por J. Teresa Padilla
Hace unos días, leyendo entradas de un blog literario estupendo que sigo, encontré que se hacía referencia en él a otro blog que no leía ni el Tato. No era éste, ojalá, pero pensé: bueno, no soy la única a la que no lee nadie. Entonces recordé que cuando lo creé, y mis hijos me preguntaron sobre qué pensaba escribir, les contesté que sobre todo. Hasta de sexo, añadí (más por provocar las consabidas risitas preadolescentes que otra cosa). También recordé cómo había dicho a Marisa que, si no conseguíamos que nos leyeran por lo menos los conocidos, habría que empezar a plantearse hablar de sexo. Porque es indudable que el sexo es una estupenda promoción.
Dándole vueltas al asunto (mental que no físicamente, a ver qué estáis pensando), vino a mi memoria un posible tema para una entrada que se me ocurrió cuando ni siquiera tenía blog, pero sí como un litro de cerveza en el cuerpo, al hilo de un comentario de mi compañera Esperanza y el inevitable asentimiento a lo comentado de mi compañero Íñigo. Lo de la inevitabilidad no lo entenderán aquellos que no conozcan a Íñigo, es decir, las potenciales nuevas visitas y dos o tres de mis lectores fieles. La cosa venía a ser la siguiente: Esperanza había estado realizando prácticas en una editorial especializada en naturismo y cosas así, y comentó que en un libro sobre el tema que había corregido se indicaba que un adulto sano y que no estuviera aún en edad de jubilación debía procurar (para continuar igual de sano y porque era lo natural) tener relaciones sexuales todos los días. La afirmación, obviamente, condujo a todos los presentes a una reflexión detenida y calculada que buscaba valorar en su justa medida semejante aserto. A todos menos a Íñigo, que la secundó en el acto. Tal adhesión inmediata por su parte tuvo como consecuencia que las brujas del grupo, entre las que por supuesto me cuento, detuvieran su reflexión para llevar la contraria a Íñigo, que es uno de nuestros pasatiempos preferidos. El contraataque del susodicho fue casi igual de previsible que su adhesión a la propuesta naturista: que nos imagináramos como partenaire de la mencionada actividad a George Clooney. El contraataque a este contraataque consistió en mi amenaza de escribir un post titulado "11 razones (por entonces yo estaba haciendo prácticas en una empresa de marketing de contenidos donde redactaba este tipo de cosas) para no acostarse con George Clooney (y menos todos los días)". Once, y no diez, como es habitual, porque según la recomendación de un compañero de prácticas que sí sabe de verdad de estas cosas, diez está muy visto, así que lo que se lleva es dar siete si andas corto (nueve puede dar la impresión de que te falta una) u once si estás sobrado. Luego, claro, una vez tuve blog pensé en los cinco o seis lectores fieles con los que aproximadamente cuento y tuve miedo de perderlos incluso a ellos si me metía de verdad en estos jardines. Esta es la única razón por la que no lo he escrito, no porque no haya dado con las razones en cuestión. Sabed que las tengo y que, a petición popular (me da la risa sólo de imaginar semejante cosa), estoy más que dispuesta a compartirlas con vosotros.
Pero el sexo me persigue. El sexo, no personas en busca de sexo, que a lo mejor la especificación no está de más dada la velocidad de lectura de alguno de mis escasos lectores. En este caso en el metro.
Aquí es necesario un inciso, porque el metro últimamente se está convirtiendo para mí en una fuente inagotable de acontecimientos irreales y afirmaciones sorprendentes. Hace unos días, sin ir más lejos, aparecieron en el vagón dos jóvenes vestidos de época (no tengo clara la época, que de estas cosas sé aún menos que de las demás, pero era barroca o dieciochesca). ¡Vaya cosa!, pensaréis, cada uno se viste como le da la gana para ir a donde quiera. Pues especifico más: dos jóvenes vestidos de época e interpelando al resto de los pasajeros del vagón, haciendo teatro de calle (de metro, en este caso), supongo (porque me bajé antes de que terminaran) que no para promocionar el Día Mundial del Teatro (que no cae en enero), sino para pasar la gorra. Pues lo mismo os parece también de lo más normal. Yo, como desde siempre vivo en un guindo, continuamente estoy cayendo de él. Mi cerebro tardó un buen rato en procesar lo que estaba realmente pasando y ese rato fue verdaderamente surrealista. Fin de la digresión.
Os decía que el sexo me persiguió en el metro. Estoy exagerando, porque, si no tuviera la fea costumbre de ir con la antena desplegada escuchando a los demás, nada hubiera pasado. Pero pasó, aunque más que de una persecución habría que hablar de un encuentro. Una joven a mi lado afirmó a la persona con la que conversaba que le gustaba el sexo. Lo dijo en un tono neutro y perfectamente informativo. El contexto lo desconozco, pero ésta era una afirmación en sí misma, a la que precedió y siguió un claro punto y aparte. ¡Vaya cosa!, pensaréis (ya algo hartos). Pues sí. Y, si no, imaginaros que hubieras oído esta misma afirmación en negativo: “A mí no me gusta el sexo”. Seguro que hubieras estado a punto, como yo, de volver la cabeza para ver cómo era la persona que lo decía y os hubiérais tenido que dar, como tuve que hacer yo, una colleja imaginaria para no hacerlo. Porque así, en general, no parece que exista la opción de que te guste o no el sexo, luego afirmar que te gusta es innecesario y negar que te guste lleva a pensar en algún trauma psicológico. En esto, desde luego, el naturismo tiene razón: el sexo y el gusto por él forman parte de nuestra naturaleza, está fuera de discusión. Así que me quedé pensando el sentido que podía tener semejante afirmación y buscando la razón por la que me había sonado tan rara (es lo malo de realizar al cabo del día tantas actividades que no sólo no requieren atención, sino que precisan de la evasión mental).
En un principio pensé si debía interpretarla en el sentido en que entendemos a alguien cuando dice: "Me gusta comer". No quiere insinuar que a los demás no les guste, sino que él lo disfruta especialmente y lo hace en cantidad. Pero a la frase que yo había oído le faltaba por completo el entusiasmo o la pasión que la anticipación del placer, necesariamente asociada a la afirmación "me gusta comer" en el sentido mencionado, da a la misma un evidente matiz exclamativo. Dicha en el mismo tono en que lo fue la que oí, “me gusta comer” no hubiera constituido sino la negación de “no me gusta comer”, es decir, la negación de algo enfermizo, de una anorexia psicológica.
Menos aún que al “me gusta comer” (dicho con la entonación adecuada, es decir, con el significado “disfruto comiendo como un enano”) podía equivaler la afirmación al “me gustan las lentejas”. Esto hubiera exigido un determinante demostrativo (“me gusta este, ese o aquel –tipo de, se sobreentiende- sexo”). La conclusión a la que llegué sobre el motivo de la extrañeza que tal frase provocó en mí es que la aserción en cuestión equiparaba el sexo a una forma de ejercicio. Aquella persona dijo “me gusta el sexo” como podría haber dicho “me gusta el aerobic” (o el pilates, el yoga o el running). A su vez ésta me llevó a otras dos conclusiones: primera, la existencia real de un abismo generacional (supongo que por la ideología pedagógica en la que me crié nunca habría hablado del sexo en estos términos, como una forma de actividad física sin más); segunda, que lo llevo claro. Porque he de confesar que aborrezco el ejercicio físico. Cualquiera. Ya hago suficiente por obligación como para tener la más mínima tentación de hacerlo por diversión. Por diversión o como prescripción higiénica (y aquí la chica del metro y el naturismo resultan estar en sintonía y en mis antípodas). Así que, ya me diréis, obligada estoy a defender que el sexo no es esto, porque, de lo contrario, tendría que declarar que “el sexo no me gusta”, lo que me devuelve
una imagen de mí misma rara, rara. Una imagen que me niego a aceptar.
Y encima el metro (otra vez el metro) está estos días inundado de carteles anunciando el próximo estreno de 50 sombras de Grey, película que no siento la más mínima tentación de ver como no sentí la más mínima tentación de leer la novela homónima. Pero no, yo no soy rara (o no tanto). Quizás ahora tengáis claro por qué esta entrada exige, como poco, una segunda parte: esto no puede quedar así.
Estoy deseando leer la segunda parte.
ResponderEliminarY yo, que, de momento, no sé cómo a salir del atolladero en que me he metido...
Eliminar¡Enhorabuena! Teniendo en cuenta que la generación ameba es un colectivo en aumento (en Japón se llaman a sí mismos hervíboros), que la web Asexual Visibility and Education Network cada vez tiene más seguidores, y que son legión los hipocondríacos que consideran el sexo como una relación antihigiénica, es señal de buena salud que te persiga, aunque sea en el metro. Si como dicen algunos, los pensamientos son señales eléctricas que atraen situaciones, prepárate, como consecuencia algo se manifestará...
ResponderEliminarYa nos contarás en la próxima.
¿Tú crees, Juana? Y yo con estos pelos (en la cabeza y en las piernas). Me mantendré, no obstante, bien atenta...
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