El viaje vertical. Enrique Vila-Matas.
Anagrama: Barcelona, 1999, 248 pp. 15 euros.
Por J. Teresa Padilla
Ésta es, como su título indica, una novela sobre un viaje; sobre él y sobre el relato de este viaje, o sea, sobre ella misma. Su narrador, que comienza interrumpiéndola ocasionalmente “como una serpiente surge de su piel” para advertirnos que, pese a su conocimiento íntimo de la historia, no debe ser considerado omnisciente (ya se sabe que sólo Dios o los razonables autores que creen en la existencia de una estricta frontera entre el mundo real y el de ficción lo son), termina confesando que no es sino un personaje más de la novela, otro ente tan ficticio (o real) como su protagonista. Desde luego, este movimiento reflexivo que introduce en la novela la propia escritura como tema es un motivo recurrente en la obra de Vila-Matas, pero no me parece que obedezca a una predilección u obsesión puramente personal (entiéndase, caprichosa y contingente). Por lo que voy conociéndole, que ya sé que no es todavía mucho, empiezo a sospechar que no tiene más remedio que hacerlo porque forma parte de su “visión del mundo”, que es, más concretamente, una “visión de la vida” y de la “vida del hombre”. Una visión que, como poco, podemos rastrear, pasando por Unamuno, hasta Calderón y el barroco y que desmiente al sensato autor antes mencionado y niega tajantemente la existencia de una diferencia esencial entre la realidad y la ficción (o el sueño). Y, claro, si la vida es sueño (si su realidad es ficcional), la frontera entre la vida y la literatura se borra. No sólo eso: puede que el movimiento de la narración y el de la vida sean esencialmente idénticos y la vida realmente vivida sea la que se relata a sí misma. Y que esto sea cierto aun en el caso de existencias tan ajenas a la literatura como la del protagonista de esta novela cuando, por fin, se deciden (o ven obligados) a vivirlas.
Nuestra realidad es muy poco sólida; todos, creadores, lectores y criaturas, somos por igual “súbditos del abismo y de la ficción”, “sueños soñados”, porque el destino final de nuestro viaje vital, y de este viaje vertical, siempre es la muerte, la nada. Y, sin embargo, paradójicamente, sólo en este último viaje en el que se renuncia a encontrar un lugar propio, una patria en lo real (entre las cosas), consiste la auténtica vida, la vida que se goza de sí misma, la auténticamente vivida.
Fuente foto: Itinerários literários |
Federico Mayol, el protagonista, es un septuagenario al que un buen día su mujer echa de casa (de todas sus casas) porque, literalmente y sin más preámbulos, “quiere saber quién es”. Semejante declaración resultaría algo inverosímil en boca de una señora bien de Barcelona entrada ya en años si no fuera porque ésta la realiza mientras desgrana guisantes. La situación entonces deviene tan absurda que la podemos dar por buena (otra paradoja digna de reflexión). El caso es que esta expatriación es el desencadenante del viaje vertical en cuestión en el que el único, que se sepa, que llega a saber realmente quién es es el propio Federico.
Este “señor de Barcelona” se tenía por un empresario de éxito y político nacionalista (o, según su humor, independentista) jubilado, un responsable padre de familia, católico no practicante y jugador vocacional de póquer. Pero el exilio forzado por esta tragedia doméstica le revela la fragilidad de estos títulos y lo que realmente es: un viejo, todavía de buen ver eso sí, fuera de lugar. Y aunque al principio se plantea la posibilidad de convertirse en otro (de buscarse nuevos disfraces, de reinventarse una identidad tan ficticia como la que hasta ese momento creía real, de encontrar, en suma, otro lugar en el mundo), enseguida desiste. Y lo hace porque descubre que, paradójicamente, sólo gozamos la vida sufriendo su tragedia, hundiéndonos cada día un poco más en nuestro “atractivo abismo propio”. Y habría que subrayar ese propio, porque este hundimiento, este viaje vertical hacia la nada, es un viaje también hacia nosotros mismos, pues nos despoja de todas nuestras máscaras y nos libera.
“Al decidirse finalmente a buscar su rostro en el espejo, vio a un viejo feliz y hundido, toda una paradoja. O tal vez no. Porque, quién iba a decírselo, sentirse un viejo cada día más hundido le proporcionaba una saludable y extraña felicidad, como si su proyecto deliberado de hundirse en el fondo de su propio abismo estuviera dando por fin un sentido altivo a su vida”.
El único sentido que puede tener una vida como la nuestra, destinada a desaparecer, es el de ser, pese a su absurdo último, vivida. Al fin y al cabo es en sí misma un triunfo sobre la muerte que la espera (y la amenaza de continuo) y la nada anterior a su nacimiento, una heroicidad que merece nuestro aplauso. Un triunfo que es gozo y alegría y sólo podemos descubrir si no nos engañamos, si no damos la espalda en ese viaje a su destino final, angustioso pero liberador. La auténtica lucha por la vida no estriba en hacernos un sitio en el mundo, “un sitio que no existe porque todos los hombres están fuera de lugar”. La única lucha con sentido es la de llegar a convertirnos en protagonistas de su devenir, en los autores de su relato, en literatura. Porque la auténtica vida transcurre en vertical.
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