Vincent van Gogh. Girasoles |
Por J. Teresa Padilla
Hay un artículo titulado “Flor de hablar” en el que Unamuno defiende eso que se llama “hablar por hablar” y asegura que sus mejores escritos son aquellos que empezó sin tener una idea exacta de lo que quería decir en ellos. Porque de la misma forma que hay escritores a la búsqueda de ideas -decía-, también hay ideas (“flotando en el ambiente”) en busca de escritores que las expresen. Claro que, para que estas ideas dejen de flotar por ahí y se posen en uno, no basta con sentarse a esperarlas.
“Si hay escritores que escriben sin pensar, otros que escriben porque han pensado y otros que piensan para escribir, los hay también, y creo contarme entre ellos, que piensan escribiendo”, contaba Unamuno en una carta a Ortega y Gasset.
No sé qué tipo de escritora soy yo (suponiendo que el mero hecho de escribir me autorice a considerarme tal). Reconozco que a veces me permito escribir sin pensar, aunque en mi defensa he de alegar que no es un hábito, sino más bien el resultado de alguna frustración. Escribo sin pensar por las mismas razones por las que también a veces hablo sin pensar. El resultado en ambos casos suele ser el mismo: un desastre del que termino arrepintiéndome. En cambio no recuerdo haber nunca escrito algo pensado previamente de forma precisa y acabada. O, mejor dicho: sí he creído que iba a dar expresión a una idea previa, clara y distinta y, al escribirla, he descubierto que para nada era clara ni distinta. Luego, al final, he terminado repensándola al transcribirla, confirmando aquello, tan unamuniano también, de que la escritura es un monodiálogo. Un diálogo consigo mismo que, como el socrático, te va librando de ideas falsas (por lo menos si es un auténtico diálogo, o sea, si uno no se limita a echarse discursos, sino que de verdad se habla y hasta se interrumpe para discutirse algo; eso sí, por escrito).
Y es que a menudo resulta difícil expresar lo que se piensa. Unas veces porque nos falta destreza lingüística, porque no encontramos las palabras ni la construcción correcta de la frase. Este es el caso menos grave, pues se puede resolver con esfuerzo y paciencia. En realidad, en esto reside la “gracia” de escribir, en dar con la expresión adecuada en cada momento y no conformarse con la primera, normalmente vaga y confusa, que nos viene a la cabeza.
En otras ocasiones, la dificultad proviene de la naturaleza poco inteligible en sí misma de lo que se pretende expresar, que no es en realidad un pensamiento, una idea, sino una sensación, un afecto, un modo de sentirse. El lenguaje, como realidad dada y puesta ahí a nuestra disposición, es un instrumento concebido para comunicar información objetiva. Cualquier otro uso exige convertirlo en un instrumento de creación. De ahí que la expresión escrita de según qué cosas no pueda ser otra que literaria. Superar esta dificultad exige mucho más que destreza o instinto lingüístico. Presupone, por un lado, la profundidad de lo que se quiere expresar (lo que se llama “sensibilidad”) y también ese enigma que denominamos “talento” y que, a lo mejor, no es nada esencialmente diferente a la “sensibilidad”.
Pero también sucede en muchas más ocasiones de las que imaginamos que la dificultad estriba en que no se ha pensado lo suficiente y la idea misma resultante de ese pensamiento defectuoso o incompleto es confusa. Hay ideas que, sencillamente, no resisten el paso a la escritura; que, cuando lo hacen, no pueden evitar dejar al descubierto su estupidez o absurdidad. Esto, desde luego, me pasa muchas, muchas veces.
Gracias a Dios, debería añadir. Porque igual que una golondrina no hace un verano, una o incluso muchas tonterías no hacen un tonto. Tonto no es, como decía Forrest Gump, quien dice (o escribe) tonterías (aviados iríamos), sino el que, una vez las ha dicho, no las reconoce y se queda tan fresco. Y pase que esto ocurra con las volátiles tonterías dichas, que el viento se lleva sin darnos tiempo a escuchárnoslas, pero con las escritas… Las tonterías escritas están ante nuestros ojos, dotadas de la misma realidad que un muro. Y las que uno ha escrito son, en realidad, un muro, un muro que debería impedirnos proseguir nuestro camino y obligarnos a asumir nuestra responsabilidad: su inmediata destrucción.
Hay que escribir, porque escribir nos ayuda y nos obliga a pensar. Pone a prueba nuestras ideas, nos descubre otras que de otra forma quizá nunca se nos hubieran ocurrido y nos empuja a desarrollar esa capacidad que nos hace hombres, la de hablar (o escribir, que en el fondo no es sino hablar por escrito). Pero hay también que saber borrar y arrojar a la basura mucho de lo que escribimos. Tan moral como el de no incrementar el mal en el mundo es el deber de no aumentar la estupidez reinante en él. Ya la filosofía clásica nos advertía que el mal moral tenía mucho que ver con la ignorancia.
Y no es más tonto quien más escritos se ve obligado a descartar. El auténtico tonto es el narcisista, el que coge tanto cariño a sus escritos (por ser obra suya) que no es capaz de renunciar a ellos. De este tipo hay muchos escritores, noveles, sí, pero también más o menos consagrados. Es muy posible que a todos ellos les viniera bien como ejercicio lo de “escribir por escribir”, lo de pensar escribiendo. Sin idea previa, sin nada que les resulte tan querido con anterioridad que luego no puedan desprenderse de él.
Foto: Susanne Nilsson |
Un mensaje en una botella o una flor, el símil que prefiere Unamuno en su artículo. En cualquier caso, sólo un regalo, gratuito y sin utilidad, porque lo que se dice, sobre todo entre amigos, como estamos aquí, “es lo que tiene menos importancia; la cuestión es hablar”.
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