jueves, 13 de agosto de 2015

Un perro que habla

Para Miguel, al que no terminó de gustar este cuento. Para que un día aprenda (o mejor, se atreva) a reconocer la belleza de las pérdidas.


Por Danilo Kiš

“Un perro como yo no tiene ninguna historia emocionante que contar. He tenido una juventud bastante feliz (sin contar, por supuesto, con la separación de mi familia) a pesar de haber vivido en tiempos de guerra. Tal vez precisamente por ello. Se lo explicaré. La guerra se lleva a las personas, les niega la ternura, la guerra les mete el miedo en el cuerpo, les hace desconfiados. En estas condiciones, un perro, un perro fiel como yo, significa mucho. Si no se es un niño y no se es extremadamente sensible, a un perro se le puede querer sin desesperación, sin miedo de volverse loco, de morir de dolor si la guerra se lo lleva; se le puede querer sin hacerse uno ninguna concesión, se le pueden confiar cosas libremente, sin miedo a que desvele nuestros secretos y nuestros deseos escondidos. En tiempos de guerra, un perro sufre sólo hasta que le salen los colmillos. (Por eso perecieron mis hermanas, Dios se apiade de sus almas). Pero para un perro adulto, fuerte, una guerra es un chollo. (…)

A quién más podría interesarle mi biografía si no fui ni un cazador famoso (sino perfectamente mediocre) ni un gran corredor; si no solamente carezco de un origen noble, con pedigrí, sino que además, según todos los indicios, soy un hijo extramatrimonial, un bastardo, pues; si ni siquiera me he lucido en el campo de batalla, nadie me ha levantado un monumento en vida y nunca he sido condecorado con una medalla de la Cruz Roja o cualquier cosa así. No soy, pues, más que un perro ordinario con un destino mediocre. Aquello que de alguna manera me hace especial es mi capacidad para hablar. Y a esta gracia me ha elevado el amor de un niño; un amor desgraciado, podría decirse. (…)

Murillo: Niño con perro
A pesar de que oficialmente mi dueño era el señor Berki, en realidad yo pertenecía en cuerpo y alma al niño. De todos los hombres del mundo, era con quien mejor me entendía y me llevaba. Creo que a eso contribuyeron, además de su edad, algunas de nuestras características comunes. Creo que no me equivoco si digo que él y yo nos parecíamos en muchos aspectos: la pereza, la falta de disciplina, la fidelidad, la sed de aventura. Creo que tampoco me equivoco si digo que ese niño tenía algo perruno dentro de sí: en cuanto a su olfato y su extrema sensibilidad a los olores, estoy seguro de que no me equivoco. La soledad y la tristeza unieron nuestras vidas. Su tristeza por su padre y la mía por los míos crearon entre nosotros una especie de amistad basada en la afinidad. Cuando empecé a crecer y adquirí entre los chuchos del pueblo cierta reputación de perro sabio y educado de un joven y sabio dueño, el niño, orgulloso de mí, se volvió menos solitario y más atrevido. (…) Le hice más valiente en general, porque él sabía que tenía en mí a un protector seguro y fiel. A cambio, él me enseñó diversas habilidades útiles y respetables: aprendí a traer las vacas extraviadas, a excavar las toperas (eso por puro placer, para pasar el rato), a perseguir a las liebres, a descubrir las madrigueras de los zorros y los nidos de los pájaros acuáticos, a cazar patos salvajes, ranas, mariposas, serpientes. ¡Incluso aprendí a hablar con él en los momentos de soledad! (…) En cuanto nos sentíamos desgraciados, hacíamos planes para escaparnos de casa. Sin embargo, nunca llegamos más allá del tercer pueblo. El niño solía contarme o leerme cuentos. Creo que no exagero si digo que me aprendí de memoria aquella novela, El hombre, el caballo y el perro, que el niño contó tantas veces a los pastores, inventándosela y mejorándola cada vez.

No, mi vida no es una novela. Está hecha de muchas historias pequeñas, de muchos pequeños acontecimientos, alegres y tristes, en los que, sin embargo, siempre está presente el niño, como también estoy presente yo en las suyas.

Últimamente he notado que el niño está triste. Se ha vuelto un poco más frío y distante, incluso conmigo. Enseguida he entendido de qué se trata y me ha invadido mi antigua tristeza perruna. El niño vuelve a preparar su marcha. ¡Esta vez, de verdad! No cabe duda. También entiendo por qué me evita: quiere que la separación le sea más leve. Y yo también estoy enfermando de esa tristeza repentina. Me quedo dormitando delante de la puerta del niño para que no se me escape sin despedirse. Dormito y pienso en mi vida.

Puedo sentirlo, no sobreviviré a esta separación.

¡Auuu! ¡Auuu!” (Fragmento de "El niño y el perro", en: Penas precoces. Trad. Nevenka Vasiljevic).

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