jueves, 29 de noviembre de 2018

Árboles torcidos

Foto: Manfred Antranias Zimmer (Pixabay)

Por J. Teresa Padilla

Mientras el mundo se desmoronaba ante sus ojos y sólo encontraba refugio en la literatura, Umbral escribía en ese diario que pretendía fuera una “rueda de instantes” y terminó titulándose Mortal y rosa, que el significado último o íntimo (supongamos que no es lo mismo) de los bosques en los cuentos infantiles era que la niñez estaba destinada a perderse, y así lo hacía, en esa oscura y terrorífica espesura arbolada que simbolizaba, en realidad, el mundo de los adultos.

Me vino a la cabeza esta idea de Umbral porque andaba yo coleccionando imágenes de árboles torcidos sin saber muy bien por qué. Algo llamó mi atención en una que compartió un amigo virtual con el que sólo interactúo así, a través de fotografías o reproducciones de pinturas, pero de una manera, creo, que ambos consideramos satisfactoria (o sea, fructífera, fluida y regular). No entiendo su lengua materna. Desconozco si él conoce la mía o tenemos algún otro idioma común en el que poder chapurrearnos mensajes. De momento, no nos ha hecho falta.

Foto: Pie Aerts, Namibia (por cortesía de Stanislav Ploc).
No creo en eso de que una imagen valga más que mil palabras, pero sí en el potencial expresivo de esas miradas congeladas que son las fotografías y, quizá (no estoy segura), también los cuadros. Además me gustan así, sin mezclarse con otras formas de “narrar” (llamaré de esta manera a lo que hace todo eso que consideramos cada cual, con razón o sin ella, “expresión artística”). Recuerdo que Schopenhauer, gran amante de la música (y muy dado a interrumpir su sesuda obra magna con comentarios personales), decía aborrecer la ópera porque las palabras (y la historia que contaban) desviaban la atención y adulteraban la esencia del arte musical. Yo no escribo nada magno, pero también me interrumpo constantemente, esta vez para dejar constancia de que la sucesión de imágenes propia del cine (ese “arte” mestizo que, salvo muy raras excepciones, parece pedir simplemente ser contemplado, dejarse ver, ofrecernos un sueño hecho, ya soñado) oculta a mi modo de ver la esencia de la expresividad propia de la imagen fija, la cual reside precisamente en la capacidad de sintetizar una “narración” en el instante; una que no se limita a dar expresión a lo que fue visible en su fugacidad, sino también a la mirada invisible que captó la imagen (o que pintó el lienzo). Puede que hasta incluya la nuestra, a la que traslada a otro tiempo y lugar haciéndole un guiño que suena, en el que caso de la fotografía, como el doble clic del obturador que simula nuestra pupila y se abre una fracción de segundo para dejar pasar, con la fugaz ráfaga de luz, todo un instante irrepetible. Teju Cole, el escritor que me deslumbró (y a medio mundo conmigo) en Ciudad abierta, también es fotógrafo y acaba de publicar en España una colección de ensayos en los que reflexiona, aunque no en exclusiva, sobre esta otra pasión suya. Ni que decir tiene que estoy deseando leerla, aunque ello me obligue a corregir la que, de momento, es la diletante opinión que acabo de expresar.

Los bosques, la infancia que se pierde en ellos, la instantaneidad de la fotografía y el hechizo de las imágenes de árboles torcidos. Parece que hay un salto, pero no. El presente, el instante, es el tiempo de la infancia, la expresión de su “fe total en la vida, sin pasado ni futuro”, de su sí incondicional que ignora y no puede comprender la muerte (porque puede que no sea en absoluto comprensible, por mucho que el mundo adulto se imagine haberla domesticado). Por otro lado, toda expresión artística es una excepción, un paréntesis, una ruptura de la cotidianidad y su burocracia, del mundo real, o sea, el de los adultos. Se puede considerar, y así se ha hecho muchas veces, el arte como un retorno a la infancia, un intento de recuperación de aquella genialidad connatural al niño; un juego, sí, pero muy serio, como lo son en realidad los juegos infantiles, no esos pasatiempos, en el sentido más literal de la expresión, propios de los adultos.

Si los niños se extravían en el bosque de la madurez, los árboles torcidos pueden representar a los que se resisten a la pérdida o se rebelan contra ella: al idiota, al loco, al raro o al artista, puede que hasta a cierta clase de filósofos.
“Ahora, con mi media vida consumada en la literatura, ésta vuelve a ser para mí lo que fue en la infancia y lo que realmente ha sido siempre: mi manera de no estar en el mundo, mi repugnancia hacia la sociedad de los adultos, hacia sus trámites, sus compraventas y sus transferencias”.
Cuando los adultos hablan, los niños deben callar. Dejar de molestar y hacer ruido. Comportarse. Los adultos inconvenientes, deficientes o raros, también. Y, por supuesto, el artista, el auténtico, no ese narcisista profesional, que, a la escucha siempre del runrún del mundo, ofrece lo que se le pide, y recibe, en justa recompensa, un sitio de honor en él. A diferencia de este funcionario, el primero realiza ese sueño infantil en el que nos imaginamos huérfanos y extraños a ese mundo real, siempre amenazante, y nos creamos otro imaginario, quizá con figuras protectoras en una misteriosa genealogía, pero que se mantienen en la sombra, nebulosas y nada opresivas. Un mundo sin ligaduras ni guías en el que todo es posible, también, a diferencia de los seres firmemente enraizados en el terreno de lo real, torcerse.

Ese mito del expósito se encuentra en la novela picaresca, en los relatos sobre la infancia de Dickens, Henry Roth (hasta en la radical autocreación del protagonista de La mancha humana del otro Roth, Philip) o Agota Kristof, en los cuentos tradicionales clásicos (con un interés disuasorio y culpabilizador apenas velado), así como en las más exitosas historias para niños de mi generación (como Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren o Los cinco de Enyd Blyton), en las cuales los adultos han desaparecido o juegan un papel puramente anecdótico.

La literatura moderna es más tolerante con estas fantasías infantiles de mundos aparte mientras se queden en eso, en una fase. El cuento tradicional, más realista y franco, advertía del pecado de renegar de los padres y del mundo y castigaba a los infractores con uno alternativo y fantástico aún más pavoroso que el real, todo él noche, sombras y brujas, hambre y frío. Una realidad paralela de la que debían resguardarse en el mundo real, el de sus padres y los adultos, el de la obediencia y la resignación. Peter Pan no existe. No queda más remedio que crecer, y debe crecerse bien recto, en un bosque ordenado y que filtra la luz estrictamente necesaria protegiéndonos de las quemaduras e insolaciones del sol directo. El creador, el soñador que no renuncia a su infancia, a diferencia del loco, y por su propio bien y libertad, debe aprender a camuflarse en ese mundo sin olvidarse, eso sí, de que no pertenece a él. “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”, aconsejaba Brodsky a sus alumnos. Pero sean o no capaces de disimular su deformidad, todos sin excepción (lo sepan o no) están fuera de lugar, como los árboles torcidos.

Foto: Ámsterdam, autor desconocido (por cortesía de José Ramón Farré).
Árboles que se desvían de la verticalidad debida porque buscan desesperadamente la luz en un bosque de construcciones humanas, como la imagen que me regaló, para mi colección, otro amigo, José Ramón. O porque la falta de alimento los ha deformado, como a un niño raquítico, hasta que la muerte ha dejado expuesta su figura inerte en ese último esfuerzo inútil por sobrevivir, como las acacias fantasmales del desierto de Namib. Quizá por falta de una guía firme, como esos adolescentes plantones, larguiruchos y frágiles. O porque el azar les condenó a desafiar la gravedad creciendo sobre una pared prácticamente vertical.

Foto: Sabine Weiss. Petite Fille, Petit Árbre (España, 1981).
Los árboles torcidos pueden ser peligrosos si sobreviven y siguen creciendo enfrentándose cada vez más abiertamente a las leyes de la física y al sentido común. Entonces, si conviven con nosotros, los talamos. Como a los enfermos, por rectos que fueran. Un operario los marca con tinta de un color chillón condenándolos y al cabo de unos días resuenan las sierras y son ejecutados. Quizá dejen el tocón un tiempo y crezcan en sus hendiduras setas de apariencia monstruosa, quizá se molesten en extraerlo de la tierra para plantar un arbolito joven atado debidamente a su guía con el fin de que crezca como debe.

Peligrosos o no, son diferentes, feos y frágiles. El típico incordio que estropea la foto de familia, que interrumpe la uniformidad marcial del resto de los árboles, ésos que, así se dice, “no dejan ver el bosque” cuando en realidad parece, como nos demuestra el árbol lisiado, el único que vemos por sí mismo, ser al revés. O, por qué no, a lo mejor pasan las dos cosas, y los árboles y el bosque se ocultan mutuamente para erigir así esa penumbra falaz y cruel que se llama mundo real.
"Existe un modo de pensamiento serio y otro poco serio. El serio está representado por los intereses, los poderes del Estado, los negocios, la policía secreta y el principio de poder que rige en un momento dado. El poco serio, por los artistas, los filósofos, los poetas, los santos: los que no cuentan" (I. Kertész. Diario de la galera).

jueves, 22 de noviembre de 2018

Renunciación

Por Marisa Díez

Fue una de esas conversaciones escuchadas sin querer durante un trayecto en metro. Dos amigas discutían acerca del final de la relación de una tercera persona a la que ambas conocían. ¨Ha sido un caso de renuncia; él la quiere pero no sabe hacerla feliz¨, sentenció una de ellas.

Inmediatamente recordé un capítulo de aquella serie de los años 80, escrita y protagonizada por Ana Diosdado, Anillos de oro. La trama reflejaba el devenir de un matrimonio en el que la diferencia de edad era más que notable. Al conocer ella a un hombre mucho más joven que su marido, él decide tramitar el divorcio y dejarle el camino libre para que inicie una nueva relación, aunque en realidad nunca había dejado de quererla. El abogado al que contrata se lo explica con estas palabras a una colega de profesión: “Es un caso de renunciación: la prueba más grande de amor”.

Imagen de lamenteesmaravillosa.com
De un tiempo a esta parte he conocido alguna que otra historia que se aleja de los cánones establecidos. Esto de los sentimientos es tan relativo… Y quién soy yo para decir lo que está bien o mal, lo que es justo o injusto, lo que debe o no debe evitarse cuando existe un compromiso con otra persona. Con los años he sido testigo de la evolución de algún matrimonio que consideraba abocado al fracaso y sin embargo ha resultado estable en el tiempo y en la convivencia. Y, por supuesto, las más de las veces, también he presenciado el extremo contrario. Parejas por las que hubiera puesto la mano en el fuego, terminan tirándose los trastos a la cabeza de manera más o menos civilizada o protagonizando auténticas batallas campales. En todos los casos, el final de eso que llaman amor ha sido la causa del desastre. O, al menos, es lo que siempre hemos imaginado, porque, quizá, en más de una ocasión que desconocemos, la renuncia a la convivencia con otra persona no implica necesariamente que se haya dejado de querer.

En mi adolescencia, imagino que como la mayoría de mis amigas en esa misma edad repleta de sensaciones contradictorias y altibajos emocionales, me convertí en una fan absoluta de la poesía de Bécquer. Me sentía identificada con esos versos desgarradores cada vez que sufría, con mayor o menor intensidad, lo que suponía era un desengaño amoroso. Aún hoy podría recitar de corrido algunas de las estrofas más sangrantes del poeta sevillano, tal como si se tratara de una canción de los Pecos o del mismísimo Camilo Sesto: “Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de perdón, habló el orgullo y enjugó su llanto y la frase en mis labios expiró…”.

Mi trayecto en el metro continuó, estación tras estación, mientras en mi cabeza se mezclaban imágenes de aquella serie de los ochenta con personajes reales a los que pude poner, sin esfuerzo, nombre y apellidos. Por unos minutos me perdí en un batiburrillo, aparentemente sin sentido, construido con estrofas de viejas canciones y versos del escritor más admirado de mi adolescencia. Me pregunté por qué tantas parejas, aún queriéndose de verdad, se han querido tan mal a lo largo de la historia, abocando una relación, a priori satisfactoria, al más absoluto de los fracasos.

Una voz metálica e impersonal salió al rescate de mis cavilaciones: “Próxima estación, Antonio Machado”. Fue como un resorte: “Mi cantar vuelve a plañir, aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada…”. Estoy empezando a divagar. Menos mal que me apeo en la siguiente.




jueves, 15 de noviembre de 2018

Enciclopedia de los muertos

Primera edición en castellano (1987).

Enciclopedia de los muertos. Danilo Kiš.

Acantilado: Barcelona, 2008. 208 pp. 15 euros.


“La historia está escrita por los vencedores. El pueblo teje leyendas. Los escritores desarrollan su imaginación. Sólo la muerte es innegable” (Es glorioso morir por la patria).
"Nunca se repite nada en la historia de los seres humanos (...), todo lo que a primera vista parece igual apenas es similar; cada hombre es un astro aparte, todo ocurre siempre y nunca, todo se repite hasta el infinito y de forma irrepetible” (La enciclopedia de los muertos).

Por J. Teresa Padilla
Para Carlos, in memóriam.

Al final de esta compilación de relatos, el autor detalla en un Post Scriptum el origen de cada uno de ellos: la realidad o la leyenda en la que se inspiran o su carácter pura y simplemente imaginario, si es que esto último es posible, y, en el caso de que lo sea, tiene (y Kiš cita aquí a Nabokov) algún interés “inventar libros o transcribir cosas que, de un modo o de otro, no han ocurrido de verdad”. Cada uno de ellos se aproxima a su manera al tema de la muerte, aunque todos terminan convergiendo en torno a motivos clave (los sueños, los espejos, las mentiras…). La mayoría desarrolla leyendas preexistentes, antiguas o más modernas, versionadas por libros sagrados o más ocultas y marginales (de origen gnóstico u ocultista). El que da título al libro se inspira en un sueño y el que lo cierra es “pura” invención. También hay un relato que empezó como un ensayo y tuvo que renunciar a serlo. Esto de los ensayos que terminan en otra cosa mucho menos respetable (académica u objetivamente hablando), los que los hemos escrito alguna vez sabemos que pasa mucho. Sólo los honrados y valientes se atreven a reconocerlo, como Kiš, y llamar cuento a algo que quizá encierra más verdad que el ensayo del que nacieron. Y es que la secuencia de los hechos está llena de descosidos, imágenes veladas, saltos injustificables. Los eruditos dedican sus vidas a buscar las fuentes, los documentos, las pruebas. Uno tras otro. Su entrega es heroica. Tragicómica también: ninguno verá el relato completo y terminado, porque el tiempo de los hechos es un continuo y todo lo que sucede en él, inagotable. Siempre habrá un último detalle, un dato más. Mientras haya tiempo, mientras haya vida, la historia continúa y sólo la muerte le pone fin. La trunca, no la culmina. Y la vida que ha ofrecido el erudito a su ciencia parece una vida desperdiciada. En realidad, tan inútil como otra cualquiera, pues, desde cierta perspectiva, la muerte hace de todas las vidas unas vidas absurdas y, desde otra, heroicas.

Ahora mismo no sé qué es mío y qué es de Kiš en lo que acabo de decir. Y en lo que sigue tampoco. Sólo a un registrador de la propiedad le interesaría y sabría quizá distinguirlo.

El libro lo abre un relato que ofrece dos versiones de una leyenda de origen gnóstico, “Simón, el Mago”. Érase una vez un ilusionista, un farsante. Un políglota que, según las malas lenguas, hablaba todos los idiomas con acento extranjero. Entre quince y veinte años después de la muerte de Jesucristo va de pueblo en pueblo difundiendo su propia palabra, una que se rebela contra el Dios tiránico y perverso de la secta rival: la de discípulos (unos poderosos y temibles, otros sencillos y lastimeros) de aquel profeta y hacedor de milagros que murió a ojos de todos y resucitó sólo ante los de algunos.

“Ellos os ofrecen –sigue Simón- la salvación eterna. Yo os ofrezco conocimiento y desierto”: la verdad cruda y desnuda de un mundo cruel, lleno de dolor y miseria. Pero, quién va a querer escuchar lo que ya sabe, lo que vive a diario. La gente necesita fe y esperanza. Fe en la esperanza. Promesas. Mentiras para Simón el Mago, quien, sin embargo, las denuncia mintiendo a su vez, recurriendo a la magia y el espectáculo para ser escuchado y seguido, y creyéndose su embuste. No hay poder sin mentira, pero es ella el poder supremo que se apodera de todo lo que la rodea (incluido el ingenuo que la creó convencido de poseerla y controlarla) y se hace así indistinguible de la verdad.

“Ya ni ellos mismos saben que mienten (…). Donde todo es mentira, nada es mentira”. La mentira devora a Simón, su creador, y eso, en lugar de acabar con ella, la refuerza, porque, como en otro relato (“El libro de los reyes y de los tontos”) se dice de la infamia (una modalidad de mentira), no hay una manera eficaz de defenderse de ella.

Precisamente este cuento, “El libro de los reyes y de los tontos”, es el ensayo que acabó en relato. Se reconoce fácilmente en El complot, el libro ficticio cuyo nacimiento y recorrido sigue esta historia, el real e investigado en un principio: Los protocolos de los sabios de Sión. Las falsificaciones, la fuerza narcotizadora de las intrigas y todo lo cobarde y letal que, de nuevo, encierra la mentira, la difamación y la infamia aparecen en toda su crudeza.

“La política no tiene nada que ver con la moral. (…) Del mal que estamos obligados a hacer ahora saldrá el bien. (…) Centremos por tanto la atención en nuestros planes, no en el bien y la moral, sino en lo necesario y lo útil”. Así quizá pueda resumirse el principio general de "este manual para dictadores modernos (y los que sueñan con serlo)". Para asesinos, más bien.

La relación de “La historia del Maestro y del discípulo” con el tema de la muerte es muy sutil pero remite también, como los anteriores relatos, al poder de la mentira y en este caso, además, de las mediaciones y síntesis (las comprensiones totalizadoras).

Hay un Maestro con una teoría: el arte es fruto de la vanidad, y la moral, ausencia de vanidad. A pesar de las voces en contra, semejante contradicción entre el estadio estético y ético de la existencia va a ser superada por él (la alusión sarcástica a la dialéctica hegeliana es obvia). ¿Cómo? Sometiéndose, “«en pleno corazón de las tentaciones poéticas», a una moral rigurosa”. El resultado de esta “síntesis” es, no tanto su propio libro, sino el del discípulo, el cual encuentra en aquél la “fuerza moral” o legitimidad para justificar cualquier acto, por inmoral que parezca, si se pone “al servicio de la creación” (la referencia política también es clara). El Maestro reconoce la perversidad que se oculta en una teoría, la suya, capaz de generar esta interpretación y, contra todo lo que sostenía anteriormente, se pregunta por la responsabilidad moral de las palabras impresas, ese producto de la vanidad. Intenta redimirse enmendando la obra del discípulo, pero sólo consigue poner en sus manos el arma definitiva: la tenue frontera entre la apariencia de realidad y la realidad misma, y la enorme fuerza de la primera. Los sueños de la razón producen monstruos como este discípulo que sabe hacer de su carencia de talento e inteligencia virtud y que destruye (asume y supera), con la calumnia, al Maestro.

“Honras fúnebres” es el segundo relato de libro, pero lo comento a continuación de esta historia del Maestro porque, desde una perspectiva más lírica, me parece que es una crítica de la misma gran mentira que mata, oculta y niega lo que pretende honrar. En él se narra un episodio revolucionario, en el marco de la lucha de clases, a propósito de la muerte, el funeral y la sepultura de una prostituta del puerto de Hamburgo. Más cómico que épico en su superficie, el relato es amarguísimo y trágico en su fondo. No hay gran diferencia entre los que dicen amarla y los que la explotaron desde su infancia. ¿Una alegoría política sobre los “amantes del pueblo” que terminan tiranizándolo y negándolo? “Pronto se alzó una montaña de flores y de ramas, un osario de gladiolos, y la cruz que se elevaba sobre el túmulo fresco y el túmulo mismo desaparecieron bajo esta enorme hacina que exhala el peculiar y pútrido olor de las lilas marchitas”. No puedo evitar pensar en Hegel & Sons.

Si en estos cuatro relatos la muerte está vista en su relación con la mentira, la difamación y el poder, los que siguen la vinculan a los sueños, los espejos y hasta las genealogías (oponiendo éstas, como los dos últimos cuentos del anterior “bloque”, a la Historia). Un poco al margen de unos y otros está “Es glorioso morir por la patria”, un cuento que deja al descubierto la crueldad y el carácter ilusorio de esas muertes a las que añadimos adjetivos como “honrosas” o “dignas”. Poco después de leerlo, el periódico me ofreció una historia de terror más escalofriante aún que ésta, pero quizá con la misma moraleja: desconfiar del discurso social sobre la buena muerte.

Abriendo este segundo bloque llega el turno del maravilloso relato que da título al libro, “La enciclopedia de los muertos (toda una vida)”, un relato narrado en primera persona por una mujer que, al poco de morir su padre, huye a un país extranjero (hay quien lo llama viajar): “Pensaba, como suele pensar toda la gente que cae en la desdicha, que un cambio de lugar me ayudaría a olvidar mi dolor, como si uno no llevara su desgracia dentro de sí”.

Su guía turística la conduce a una peculiar biblioteca donde sólo se guarda una obra, aunque en innumerables tomos ordenados alfabéticamente: La enciclopedia de los muertos, cuyo propósito es recoger y guardar la vida de los fallecidos que no aparecen en las otras enciclopedias “con el fin de corregir la injusticia humana y de conceder a todas las criaturas de Dios un mismo lugar en la eternidad”. Registra todo sobre ellos: datos precisos sobre su entorno familiar y social, sobre los lugares en los que vivieron, lo que hicieron y también lo que pensaron, dudaron, soñaron o sintieron. Lo que todavía recordaban en vida y lo que no, porque con su muerte todo terminaría olvidado, si no en la primera generación, en una segunda. La enciclopedia es la memoria sobrehumana del difunto; la que permitirá, llegado el día, su auténtica resurrección. Pues para ello fue creada: para custodiar la promesa del milagro y acreditarlo cuando se realice.

La mujer leyó todo lo que sabía y lo que desconocía de su padre, angustiada por tomar notas contra el olvido, por no saltarse nada antes de que amaneciera y tuviera que abandonar la biblioteca. Y llega al final de la vida de su padre, cuando empezó a pintar flores extrañas sobre todo tipo de superficies. La flor premonitoria y mortal que soñó un día y rescató de su sueño para reproducirla en la realidad.

Los que van a morir sueñan, dormidos o despiertos, “todo lo que un hombre vivo puede saber de la muerte”. Una amiga me ha contado que su padre, a quien dedico esta reseña, había soñado días antes de morir que el suyo le daba y conducía de la mano, como cuando le llevó a su primer trabajo con trece o catorce años, y también, esta vez despierto, alucinado, que había hablado con su hijo, perdido con tanta entereza décadas antes, y no quería llegar tarde a la cita que había concertado con él. Poco después marchó a ocupar el lugar que le correspondía entre uno y el otro en su genealogía, esa historia a escala humana y efímera que se recoge en esta Enciclopedia, a la espera del milagro del despertar.

¿Será un sueño? Esta es la pregunta obsesiva que se hace Dionisio, uno de los cuatro durmientes, en el duermevela eterno que se describe en “La leyenda de los durmientes”, una versión hipnótica de un relato que se encuentra en los grandes libros sagrados. Sueños dentro de sueños, despertares soñados, sueños divinos de los que la muerte es el despertar, pesadillas de tiempo y de eternidad. Y una caverna cuya oscuridad separa unos sueños de otros con la muerte como única certeza: “Ahora, de nuevo en la oscuridad de la caverna, podía recordar todo esto con una claridad dolorosa, porque su cuerpo helado recordaba el calor, porque su sangre recordaba la luz, porque su ojo recordaba el azul del cielo, porque su oído recordaba los cánticos y las flautas. Y he aquí que todo era de nuevo silencio, todo era de nuevo tinieblas (…). Y he aquí que todo era de nuevo sepultura del cuerpo y cárcel del alma”.

Dentro o fuera del sueño, la muerte sólo es visible para los vivos en su reflejo, el de una oscuridad que sólo ilumina la superficie de un espejo muy especial. “El espejo de lo desconocido” es un cuento de misterio inspirado en una historia, al parecer, clásica dentro del ocultismo, que la da por cierta. A pesar de que es fascinante cómo se narra, me ha resultado algo decepcionante el final: me he quedado con ganas de recrearme más en este juego de reflejos imposibles.

Y, por ultimo, “Sellos rojos con la efigie de Lenin” , con el que termina la obra y esta reseña. De nuevo el sueño, esa mezcla de realidad y ficción, tan difícilmente discernible de la vida y de la muerte; quizá un puente entre ambas, un punto de encuentro. Quién sabe lo que puede el amor de una mujer a solas con sus recuerdos y que no teme el dolor que acecha en los sueños. El cuento se abre con una referencia al Cantar de los cantares 8, 6, que no cita. Dice así:
“Ponme como un sello sobre tu corazón,
Ponme en tu brazo como un sello.
Que es fuerte el amor como la muerte
Y son, como el seol*, duros los celos.
Son sus dardos saetas encendidas,
Son llamas de Yahvé”.

*Lugar de las almas rebeldes olvidadas.

jueves, 8 de noviembre de 2018

La reseña

Foto: J. Teresa Padilla

Por J. Teresa Padilla

Hace mucho que no hago eso que, por darle un nombre, llamo reseñas. La razón más inmediata es que desde el verano paso por una crisis lectora. ¿Por qué? Qué sé yo. En realidad, no importa. Pasa y lo interesante sería describir eso que sucede con exactitud cuando no se da con lo que se busca leer (imagino que por no saber lo que se busca) o se tiene delante pero aparece como una cumbre inalcanzable.

Buscar causas o motivos de las acciones u omisiones propias es, en el fondo, tan absurdo, que lo que se aduce como tal también podría considerarse su contrario, una consecuencia. Absurdo y poco edificante, pues viene a ser la delegación, en otros o en circunstancias ajenas, de la responsabilidad de cada uno.

Desde luego que si no se lee, no se puede hacer una reseña. A ver, poder se podría, pero la honradez ha de suponerse por principio, como la inocencia en un acusado, por muy poco de moda que esté la honradez misma y mucho su opuesto: alardear de lo contrario. En este caso de no necesitar leer lo que se comenta porque, al fin y al cabo, lo que parece que vende no es la información, sino el gracejo y la chulería. Como, a diferencia del vulgar prêt-à-porter, a la moda de verdad sólo está la minoría que se lo puede permitir, todo esto resulta en el fondo un espejismo de ruido y luces, en este caso de postureo crítico-literario. Que no lo intente un becario o será fulminado por su jefe de la sección de cultura.

Retomo el hilo que el recuerdo de algún impresentable ha interrumpido y no sé por qué no borro. Sin lectura no hay reseña, pero las reseñas también pueden obstaculizar o incluso impedir la lectura, por ejemplo si se pierde el gusto por hacerlas o se empieza a sospechar que imponen una determinada forma de leer artificiosa o instrumental. Leer para hacer la reseña. No se me ocurre mejor formulación del veneno que mata al lector y da lugar al periodista literario.

Pero la reseña es sólo un componente del veneno, por sí sola inocua, puede que hasta beneficiosa. Reconozco que le debo a mi iniciativa de empezar a escribirlas haber retomado con fuerza el hábito de leer, y de leer, además, obras a las que quizá nunca me hubiera acercado sin ese aliciente de ampliar horizontes que fomenta comentar a otros, sin aburrirlos, tus lecturas. Supongo que ése es el espíritu tanto de las reseñas no profesionales como de los clubes de lectura: sacarte de tu burbuja literaria.

Obligarte a hacer una reconstrucción personal de lo leído, convierte la lectura en una actividad más exigente e instructiva. Y lo escrito como respuesta, en esta conversación que es el encuentro del libro y su lector, constituye un dique contra la terrible fuerza del olvido y la niebla de la confusión. Para personas como yo, de frágil memoria que el paso del tiempo sólo debilita paulatina e incesantemente, volver a estas “notas de lectura” que recopilo en el blog supone recordar lo que el libro me dijo y yo le respondí, de lo cual, sin ellas, me habría quedado como mucho una idea difuminada o un sentimiento de afecto o rechazo inconcreto.

Sin embargo, he temido también que las reseñas afecten a mi forma de leer, que la expectativa de dar cuenta por escrito de la “conversación” la pervierta, convirtiendo una charla íntima en un análisis demasiado intelectualista o, por el contrario, centrado excesivamente en la repercusión afectiva que ha tenido en mí misma. Confieso que me he descubierto alguna vez pensando en lo que escribiría en una futura reseña mientras leía, y eso me horroriza. No vale la pena romper la burbuja literaria compartiendo tu experiencia con los demás si equivale a perder la necesaria intimidad y soledad previas del acto de leer.

Algo así ocurrió con el libro que iba a reseñar hoy, la Enciclopedia de los muertos. Lo saqué de la biblioteca, empecé a leerlo dejándome al principio llevar por esa confusión fascinante de los relatos de Kiš, que van y vienen en el tiempo y en el espacio, entre la realidad y la ficción, el ensayo y la invención, el sueño y la vigilia. Borracha y desorientada aunque, paradójicamente y precisamente por ello, inmersa en la verdad del relato, en la claridad de lo que se me narraba. Metida en la conversación, como debe ser. Pero algo me despistó, y cuando volví al texto no podía dejar de pensar en anotar esa o aquella frase para poder contarlo luego, y la magia de la comunicación se rompió. Seguí pasando los ojos por las líneas de páginas y más páginas, pero ya como un autómata o como esos expertos en lectura transversal y rápida, que pillan al vuelo lo que les interesa y dejan al margen todo lo demás. Que sólo leen lo que necesitan o quieren. Que, de hecho, se pierden así lo esencial, el “diablo (o el buen Dios -no hay acuerdo en este punto-) que está en los detalles”.

Llegó la fecha de devolución y, a pesar de su brevedad, no había logrado acabarlo, precisamente porque esa lectura distante y productiva que me había estúpidamente impuesto me frustra y aburre. “Tengo que volver a la biblioteca para sacarlo. O comprarlo”, me decía, pero sólo me lo decía: soy de esas tristes personas que amagan una y otra vez el salto a la acción antes de decidirse y atreverse a darlo. A mayor dificultad de la acción, mayor aplazamiento. Sé que hay decisiones que nunca tomaré en firme. Actuar sin pensar o no actuar suele ser mi cuestión.

Afortunadamente encontré en la red una copia escaneada de la edición primitiva en español que hizo Alfaguara y, retomé, desde el principio, su lectura. Sin pensar en la reseña. Sólo el texto y yo. Lo acabé y me dispuse, ya os lo he dicho, a escribir lo que había pasado entre nosotros, pero no he podido, se ve que no estoy lista, que debo liberarme primero de su embrujo, terminar una conversación que no acaba necesariamente en la última página. Me he dado cuenta cuando he intentado hacerlo y, en su lugar, ha salido esto. Pero quiero escribirla, ahora más que antes, y dedicársela a un amigo al que creo que estaba esperando, un amigo que mientras escribo esto he sabido que se ha marchado. Se la dejo a deber. Ahora quiero disfrutar de la certeza, lograda en la experiencia de mi fracaso, de que he resultado inmune al veneno de la reseña cuasiprofesional, de que sigo siendo libre, y lectora, y una loca con alas que cree conversar con fantasmas que la contestan cuando, probablemente, habla sola; una loca que a veces hasta se siente volar.