Desde pequeña recuerdo haber sentido miedo. Tenía pavor a la oscuridad, y las noches eran en ocasiones un auténtico calvario para mí, a pesar de que dormía en la misma habitación que todas mis hermanas. Me acuerdo de la cantidad de veces que me despertaba en la cama de mis padres, después de haberles desvelado durante la noche, suplicándoles que me dejaran dormir con ellos para sentirme protegida.
Nunca he logrado sacudirme del todo ese sentimiento que te paraliza y logra dejarte sin recursos. Puede que en ocasiones no sea miedo, sino simple cobardía. He intentado durante años encontrar las razones de esta parte tan ingrata de mi personalidad, pero no he llegado a ninguna conclusión. Imagino que el hecho de ser la pequeña de la familia me convertía, en ciertos aspectos, en la más vulnerable y, por ello, a pesar de los años transcurridos, sigo reclamando ese escudo protector de manera absolutamente inconsciente.
Es una lata esto de ser miedosa porque te ves incapaz de enfrentarte a todo aquello que se salga de los límites de lo que tú consideras “la normalidad”. Te aterran los cambios; sientes pánico al enfrentarte a lo desconocido porque es entonces cuando te encuentras sola y sin el cuidado que te han ofrecido siempre en tu entorno. El miedo es libre, decía alguien. Nunca he entendido exactamente el sentido de la frase, por no decir que no estoy en absoluto de acuerdo. ¿Libre de qué? ¿De hacerte sentir indefensa y frágil hasta la extenuación? ¿De tener siempre la necesidad de salir corriendo? ¿Libre, en serio? ¡Venga ya! ¿De qué?
Libre me sentiría si fuese capaz de sacudirme los temores que me atenazan en momentos puntuales de mi vida. Sería mucho más libre si pudiese convencer a los demás de todas mis razones para sentir miedo. El miedo no es libre. El miedo te encadena y te incapacita para ser tú misma. Y para demostrar a los demás todo lo que serías capaz de conseguir si no tuvieras siempre enfrente ese sentimiento absolutamente paralizante. Es en este sentido en el que comparo la cobardía con el miedo: en el terror al fracaso o la decepción que conlleva el ir en busca de una meta y, en lugar de alcanzarla, quedarte a mitad de camino y sin fuerzas para tomar el último impulso necesario que te lleve a conseguir tu objetivo.
Por eso, supongo, admiro tanto a las personas que se muestran seguras de sí mismas, luchadoras, a pesar de que, en numerosas ocasiones sólo se trate de una simple pose y en realidad, dentro de sí mismas puedan llegar a sentir un temor similar al que yo padezco desde niña, aunque sin ningún signo de manifestación externa.
Enfrentarme a la oscuridad me sigue dejando sin defensas. A veces me preguntan la razón de esta fobia, si se trata de algún trauma infantil o similar. Y yo siempre respondo lo mismo: la oscuridad me asusta porque no veo. Es una razón tan simple que nunca suele llegar a convencerles, por mucho que yo insista en afirmar que no se trata sólo de sentirme vulnerable por la falta de luz, natural o artificial. Es que si no veo no puedo defenderme. Si no soy capaz de adivinar de dónde va a venir el próximo ataque, me resulta imposible preparar la defensa. Así que no me queda otro remedio que quedarme en guardia y esperar a que me enciendan de nuevo el interruptor o me suban la persiana, para que entre de nuevo la luz. Si es posible, la del final del túnel. Pero mientras llega, aquí me tenéis, gritando como cuando era niña cada vez que me quedo a oscuras: ¡Enciéndeme, enciéndeme! Espero que hayáis pillado la metáfora…
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