lunes, 4 de mayo de 2015

Menos épica

"El fascismo consiste sobre todo en no limitarse a hacer política y pretender hacer historia".
Por J. Teresa Padilla

Éste es uno de los pecios, reunidos por Rafael Sánchez Ferlosio en Campo de retamas, que he conocido gracias al blog de Fernando Valls.

A saber cuál es la razón, pero es muy cierto que siempre se terminan encontrando las frases, los artículos, los libros o hasta las canciones que se van necesitando para entender lo que te rodea y entenderse uno mismo. Si se tiene un poco de paciencia, salen a tu encuentro sin necesidad de buscarlos. Sólo por esto merece la pena seguir con vida.

El pecio en cuestión (no conocía esta palabra y me resulta bellísima utilizada como se hace aquí) se une a un artículo de Enrique Vila-Matas que había leído hace unos días y con el que me sucedió algo muy similar. En él su autor consiguió aclararme, siquiera en parte, lo que sentí (pues no había llegado a dar a esta sensación la forma articulada de un pensamiento) cuando contemplé en televisión la escena en que Pablo Iglesias, eurodiputado por Podemos, obsequia al Rey con los DVDs de la serie Juego de Tronos. Era una mezcla confusa de pena, vergüenza y algún otro sentimiento que no terminé de identificar.

Había intentado explicársela a una amiga, que acaba de asisitir a un mitin-fiesta de este partido y parecía bastante seducida por sus propuestas, para justificar ante ella mi escasa o nula atracción por el mismo; una falta de entusiasmo que en ese momento estaba ligada en gran medida a la anterior imagen. No lo conseguí, porque es difícil explicar lo que ni siquiera una tiene muy claro. Así que ya podéis imaginar mi alivio cuando, leyendo a Vila-Matas, pude comprobar que no estaba sola, que a otros tampoco les había resultado indiferente aquella escena. Al fin y al cabo, esto es lo que buscamos cuando leemos (o escuchamos) las opiniones de los demás: la confirmación de que no estamos solos, ni locos, que no vemos gigantes donde sólo hay molinos.
Aunque se lo tome resignada y algo irónicamente, está claro que a Vila-Matas le resulta poco comprensible (o quizás demasiado comprensible y deprimente) que entre toda la belleza y la sabiduría acumulada en siglos de historia literaria y filosófica se haya elegido precisamente esta obra, y encima en su versión televisiva, para invitar a un jefe de estado a considerar otra perspectiva sobre las relaciones de poder o su complejidad. Convertido en imaginario portavoz de un hipotético nuevo partido (Pensamos), sugiere otro regalo: el Enrique IV de Shakespeare, por ejemplo. En todo caso, otro que invitara menos a una acción trepidante y más a la reflexión crítica, al aprendizaje del sano ejercicio de la duda y, por qué no, al respeto y la valoración justa de nuestra herencia, del trabajo de nuestros mayores. Las llamadas a la acción contundente e irreflexiva nos puede llevar a creer en la posibilidad de construir de cero una realidad nueva, lo que no sólo es ingenuo (por haberse demostrado históricamente imposible), sino que exige la destrucción de lo previo.

No conozco Juego de Tronos. Ni la serie ni las novelas. Me temo que es posible que por ello se me escapen las claves de la realidad política en la que vivo, claves que el líder de Podemos ha tenido a bien mostrarnos en una obra que ha titulado Ganar o morir. Todo es, en principio, posible, pero la vida es corta y mi ignorancia demasiado grande como para incluir en un lugar preferente de mis lecturas o visionados pendientes ninguno de estos títulos. Ahí quedan, un puesto antes o después de 50 sombras de Grey. Según mis cálculos, no llegaré nunca a ellas aunque doble la esperanza media de vida que se me puede suponer. No juzgo, por tanto, sus respectivas valías, aunque como toda hija de vecina tenga derecho a mis prejuicios y a dejarme guiar por ellos mientras no me convenzan de lo contrario. Y el género épico, al que por sus títulos (más desgraciado el segundo que el primero) parecen remitir ambas obras, despierta en mí arraigadas suspicacias. Suspicacias que de momento no veo razón para desarraigar, es decir, que encuentro perfectamente justificadas.

Me comentaba mi amiga que en el mitin se había pedido la confianza de los ciudadanos para dos legislaturas (sobrentendí que con mayoría absoluta). Al parecer su proyecto de transformación política y social requiere, como mínimo, este tiempo. No sé si, en cualquier otro caso, se comprometen a conseguir algo. Es lo que tiene necesitar construir de nuevas y plantearse giros copernicanos. Seguramente es culpa de mis nefastos gustos literarios, pero no sólo considero imposible, sino una tentación bastante perversa, la invitación a iniciar una nueva vida, una historia nueva. Conseguir reconciliarme y apropiarme de las mías es a los más que creo poder aspirar sin engañarme a mí misma. La historia de un país la escriben día a día sus ciudadanos quieran o no, en sus pequeños y aparentemente insignificantes gestos, por mucho que luego en los libros de Historia figuren otros nombres propios, normalmente de políticos. Yo asumo esa historia como parte de mi pasado, de mi responsabilidad y hasta de mi culpa. Es el precio que tengo que pagar para poder considerarme libre. Cualquiera que pretenda eximirme de él, convertirme en una víctima inocente de otros poderes, lejos de hacerme un favor o mostrarme empatía, me está privando de mi libertad. Soy libre y, por tanto, asumo la responsabilidad sobre mi vida y hasta sobre el mundo en el que vivo. No delego nada de esto en nadie, ni por ocho años ni por un día.

La vida no es un juego, ni de tronos ni de nada. Menos aún uno con alternativas tan claras como la de ganar o morir. Aunque ganes vas a morir y a veces la muerte puede ser una victoria (y me viene a la mente ahora la de Guido en La vida es bella). Y antes de decidirse a ganar o a poder habría que pensar, tener claro cuál es el precio de la victoria que se nos propone. Porque ese "ganar o morir" suele enmascarar, en la realidad y en las sagas épicas, un “matar o morir”.


Casi prefiero no ver en el obsequio de marras un fondo de perversión moral, sino simplemente de inmadurez intelectual y personal (yo soy menos generosa que Vila-Matas y no voy a presuponer nada a nadie), aunque ya nos enseñó Hannah Arendt que el rostro personal de la maldad suele ser mediocre y decepcionante, y la actualidad de sucesos que un niño, casi como cualquier otro, puede sembrar el caos y la tragedia cuando empieza a confundir la realidad con la ficción épica.

No, no me he saltado la regla no escrita de no hablar aquí de política. No se trata de eso, sino de que preferiría menos épica y más ética o, al menos, estética. Una estética más compleja, ambigua, madura.

Los pecios son los restos de un naufragio. El naufragio de la crítica (que, como la compasión bien entendida, siempre ha de empezar por uno mismo), de la duda esperanzada o de la esperanza incierta, de nosotros mismos... Bueno, mientras queden restos...

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