miércoles, 13 de mayo de 2015

Salmo 44

Salmo 44. Danilo Kiš.

Acantilado: Barcelona, 2014. 128 pp. 15 euros.


"Por tu causa somos degollados cada día y somos considerados como ovejas para el matadero.
¡Despierta! ¿Por qué estás dormido, Señor? ¡Desperézate!
¿Por qué escondes tu rostro, olvidándote de nuestra miseria y opresión?
Pues está nuestra alma postrada en el polvo, y nuestro vientre pegado a la tierra.
¡Levántate y ayúdanos! ¡Rescátanos por tu piedad!" (Salmo 44, 23-27).


Por J. Teresa Padilla

Puede que no haya odio más arraigado ni más destructor que el odio a uno mismo, y, entre las múltiples formas de este odio a uno mismo, hay una que destaca sobre las demás por su frecuencia y por sus letales consecuencias, y es el odio a los propios orígenes. Renegamos de aquellos de los que procedemos, aunque ello nos deje huérfanos, con la fantástica esperanza de poder así erigirnos en nuestro propio alfa y omega, en una discontinuidad única en la corriente del tiempo y de la sangre, en una excepción. Nuestro origen deviene entonces "el otro", mucho más otro que cualquier extraño con el que no guardemos relación aparente alguna. El cristianismo, que comparte con "su otro" por excelencia no sólo gran parte de sus textos sagrados, sino al Dios de su propio fundador (un rabí judío de nombre Jesús), es un buen ejemplo de cómo este odio al origen propio lleva a intentar la aniquilación de aquel que hacemos otro, pero termina también por aniquilarnos a nosotros mismos. La civilización erigida sobre este cristianismo que abomina de su origen condujo a Auschwitz y allí, junto a sus víctimas, murió también.

El salmo 44 es una lamentación del abandono de Dios, una lamentación que repitió también el Jesús crucificado, y aunque dé titulo a esta pequeña novela, ella no lo es. La ausencia de Dios es tan radical aquí que ha abierto un abismo desde el cual carece de sentido dirigirse a él, preguntarle por la razón de su abandono o rogarle la salvación. Más que a un lamento, asistimos más bien al testimonio de una fidelidad vivida siempre al borde mismo del desfallecimiento: la de Marija. De fidelidad a una locura “que puede denominarse esperanza” y que se halla en las palabras, en los ojos, en el tacto y en el recuerdo de otros. Una locura que, si se quiere, también puede llamarse “Dios”, aunque para la protagonista éste ya no pueda ser sino “la palabra y la encarnación de su padre” o la presencia ausente del “dios masculino de la acción” (Maks), el brazo ejecutor de su destino, que no es otro que Jakob, su cómplice en la confabulación contra la muerte de la que es prenda y garantía el hijo, Jan.
Y como hilo conductor del testimonio de Marija, la sangre. Esa sangre que siente derramarse por sus piernas con una fuerza y una abundancia irreales; que amenaza con agotarla y prueba, a la vez, su vitalidad; que la planta con firmeza en un presente capaz de acoger pasado y futuro (destino). No es la sangre que derrama la tortura y la muerte. Es la sangre menstrual, la del encuentro amoroso, la del parto; la de los orígenes y la esperanza. Aquella “que es eterna como el agua pero más densa y menos transparente”.

Agua y sangre, dos palabras que se repiten y entrecruzan adquiriendo un poder evocador casi mágico: el agua del "lamento babilónico” de los condenados, susurrada en todas las lenguas europeas e invocada como “la encarnación misma de la vida” de la que se alejan en monstruos humeantes; y la sangre del testimonio, de la fidelidad, de la eternidad, del tiempo que, a diferencia de los trenes, no corre hacia ninguna parte para desaparecer, sino que se condensa en una “masa informe de intemporalidad”, en un instante “en el que convergen las corrientes del pasado, el futuro y del presente”.

Marija, María, la niña madre (dudo mucho que la elección de su nombre sea casual) absolutamente indefensa, sin capacidad ni fuerzas para hacer o decir nada por sí misma, pendiente siempre de esa palabra que la ponga en movimiento, torturada por el remordimiento de tener que echar a un lado a todos esos muertos, que no puede dejar de sentir presentes, para estar atenta a esa señal que la encamine hacia su destino.

El narrador hace lo que ella no puede y articula en palabras, unas palabras llenas de poesía y a la vez sobriedad, “el infierno de confusión mental y caos orgánico” que vive Marija. Y consigue así transmitir lo que ningún libro de historia, ninguna relación de hechos podría: una experiencia auténtica, vivida desde dentro, en carne propia, de una realidad que sólo parece "objetivable" en la recreación literaria, porque sólo la poesía (la literatura) parece capaz de nombrar (en una paráfrasis infinita) aquello para lo que no tenemos nombres comunes, y que suele ser lo que de verdad nos importa, cuando de verdad nos importa algo.

Danilo Kiš. Foto: web Acantilado
La intensidad, el poder expresivo y comunicador es tal, que resulta difícil no sentir que al final, cuando el narrador se aleja de María, la obra desfallece. Seguramente no es una obra perfecta (es la primera de su autor, junto a La Buhardilla, también de 1962). Puede que, en realidad, lo que me suceda es sencillamente que quiero más, que quiero seguir leyendo a Kiš. O las dos cosas. No importa: es un relato, milagroso él mismo (creador), de un milagro que, en medio del horror, se opone a éste sin otra fuerza que su mera existencia; que no triunfa sobre él, pero impide su triunfo. Un relato lleno de esperanza y a la vez de lucidez.

Se nos cuenta que Milena Jesenská, la mujer que Kafka no pudo evitar amar, dijo en Ravensbrück: "Ay, si pudiera estar muerta sin tener que morir". Marija "se resigna, le parece haberse resignado con lo venidero, pero más tarde se da cuenta de que en realidad no se había resignado (...). Pese a los hechos. Pese a todo". Dos formas de expresar que la muerte siempre (se escuchen o no ya los cañones de la liberación) es difícil para el hombre.

Danilo Kiš nació en Subótica (Serbia) en 1935 y murió en París en 1989. Como hizo con Kertész, con Zweig y otros muchos, Acantilado se propuso en 2006 poner a nuestro alcance su obra. Yo no pienso desaprovechar la ocasión de volver a leer a este mago. No me lo puedo (ni quiero) permitir.

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