Por J. Teresa Padilla
Queridos Reyes Magos:
Me da un poco de vergüenza escribiros después de tanto tiempo. Os pediría, sin embargo, que obviarais este hecho y no os detuvierais a calcular exactamente cuánto ni, por tanto, mi edad. Con seguridad supera la establecida en el perfil de vuestros corresponsales habituales, pero espero que mi solicitud no sea por este motivo automáticamente desestimada. Para eso sois los Reyes Magos y no un cuadriculado responsable de recursos humanos cualquiera, digo yo. Eso sí, reconozco que debo dar preferencia de paso a la impaciente y nerviosa chiquillería que, a pesar de la insistencia machacona de los imperios de la comunicación, sigue confiando en vosotros y no en el nórdico Papá Noel, de cuya existencia dudan muchos de sus integrantes y, en mi opinión, con más que bien fundadas razones. No hay problema a este respecto, porque no pido nada para mañana mismo (aunque no tendría inconveniente alguno en que así fuera): os esperaré todo el año si hace falta.
Supongo que debería comenzar intentando convenceros de lo buenísima que fui el pasado año. No os voy a mentir. A veces he sido buena, es cierto; otras, sin embargo, he necesitado devolver alguna maldad que me han hecho o de la que he creído ser víctima. Puede, incluso, que ocasionalmente haya sido mala sin darme cuenta y hecho daño a quien no lo merecía. Con todo, yo creo que al final, haciendo la nota media, podría considerarse que he obtenido un suficiente alto o un bien. No es una nota de relumbrón, lo sé, pero más o menos holgadamente ha de reconocérseme que he pasado el curso 2014 y alguna cosilla merezco. Os hago, por tanto, relación de mis peticiones. Sus majestades decidirán lo que pueden concederme y lo que no. Como esta decisión dependerá, imagino, no sólo del balance de mis méritos o deméritos pasados, sino también de mis propósitos futuros, les ruego tengan en cuenta que estoy determinada a mejorar mi nota media este año que acaba de comenzar.
Para conseguir tal propósito, sin embargo, necesitaría (y es mi primera petición) que alejarais lo más posible de mí a todos aquellos que parecen empeñados en darme un coscorrón cada vez que consigo levantar cabeza. No son muchos, y estoy segura de que casi siempre lo hacen sin intención, pero ahí están. Y si no podéis alejarlos, os agradecería me trajerais la habilidad para esquivar sus manotazos.
Mi segunda petición es que acercarais lo más posible a todos aquellos que me obligan a levantar cabeza. Quiero que, cuanto más mejor, mis hijos me abracen y besen sin motivo ni razón y se dejen abrazar por mí también sin motivo ni razón (prometo no hacerlo delante de sus amigos). Que mi perra se abalance sobre mí cuando llego a casa como si hubiera estado ausente mil años. Que haya amigos que me llamen o escriban al cabo de meses y hasta años como si nos hubiéramos visto ayer. Que haya otros dispuestos a embarcarse conmigo en travesías algo descabelladas. Para tenerlos ahí necesito poder devolverles parte al menos de lo que ellos me dan, así que quiero hagáis mayor mi capacidad de amar.
A lo mejor, en realidad, sólo os estoy pidiendo que este año me traigáis más amor por la vida. Sí, eso quiero, amor a la vida. Y un poco de suerte (ya imaginaréis para qué).
Lo cierto es que también necesitaría unos zapatos y un bolso, pero creo que esto lo puedo conseguir sola. Aunque sea en las rebajas. Probablemente las segundas rebajas.
Y si, a pesar de todo, me tenéis que traer carbón, por lo menos que sea dulce. Muy dulce.
Gracias, Melchor. Gracias, Gaspar. Y gracias, Baltasar. Espero que volváis a saber de mí el año que viene.
Cuando era niña, sus majestades de Oriente me traían cada año una muñeca. A los cinco años me regalaron una que se llamaba Adeli y a mí me parecía preciosa. El primer día de cole me la llevé para enseñársela a mis compañeros. Todos debimos de pensar lo mismo porque allí aparecimos cada uno con un juguete.
ResponderEliminarCada niña mostraba orgullosa lo que hacía su muñeca: una, lloraba; la otra, era capaz de andar; aquélla resulta que tomaba un biberón...
Entonces, mi profe, a la que yo adoraba, me pidió que les enseñase lo que hacía mi muñeca. Yo, avergonzada y a punto de echarme a llorar, sólo pude contestar: "Es que la mía no hace nada".
La señorita Mari Carmen, en ese momento, cogió MI muñeca (y sólo la mía) y, delante de todos, me dijo: "Marisa, tu muñeca es preciosa".Desde ese momento adoré eternamente a aquella mujer. Y no sé si fue gracias a ella, pero jamás he sido una persona envidiosa. En lo material, me refiero. De lo demás, mejor no hablamos. O sí, pero en otro lugar, ¿no?
En mi cole también solíamos llevar el primer día nuestro regalo de Reyes, y el mío solía ser, también, una muñeca. Pero un año, cuando tenía once o doce, llevé la mía y no me atreví a enseñársela a las demás (era un cole sólo de niñas). Resulta que todas se habían hecho mayores de repente y habían pedido regalos más "adultos". Me sentí avergonzada (e inadaptada) y a partir de entonces ya los Reyes no fueron lo mismo. Apenas jugué con aquella muñeca que tanta ilusión me había hecho. Tonta que fui. Y pobre de mi muñeca. Menos mal que con el tiempo me he dado cuenta de que nunca hay que avergonzarse de lo que queremos, nos ilusiona o nos despierta la necesidad de abrazar o besar. Ni de nosotros mismos (por ridículos que seamos), salvo cuando nos avergonzamos de lo que o de quien no debemos.
ResponderEliminarHablamos, Marisa. En otro lugar o aquí, ya sabes...