A Silvia, por su sonrisa y sus chistes
Ingredientes:
500 gramos de patatas.
Cebolla y pimiento tricolor al gusto.
Un tomate.
Ajo, perejil, pimentón, pimienta, sal y una pastilla de caldo de carne.
400 ml de vino blanco.
400 ml de agua.
Por José María Ruiz del Álamo
Llegado el frío, este frío enero de 2015, bien llama el cuerpo a entrar en calor. Un plato de cuchara sencillo es siempre una buena solución, y al punto vino a mi mente el plato estrella en mi quehacer culinario.
Recordando unas sibilinas palabras (“¿por qué no escribes una receta?”) decidí “arguiñanear”, brujuleando con las palabras y los condimentos, unas deliciosas patatas viudas.
No es necesario apuntar el manjar principal, mas del todo punto es preciso que se lleve la viudedad con la mayor alegría posible, de ahí que los añadidos (pues los añado a las patatas) hayan de posarse sobre la mesa de la cocina para su posterior rumbo a la cazuela. Todo este crisol de elementos me lleva a ir de compras.
Así de La Sirena tomo la base: una bolsa de 600 gramos de cebolla picada, lo cual viene muy bien porque me evita pelarla y trocearla, amén de que me parece demasiado (siempre para mi gusto) toda una cebolla para un plato que van a comer dos personas, así que se saca la cantidad precisa (al gusto de cada cual), y lo que me sobra sigue perviviendo en el congelador (ya me servirá para un sabroso arroz blanco); y una bolsa de 450 gramos de pimiento tricolor cortado en tiras (un 15 por ciento más barato me ha salido por tener la tarjeta de dicha cadena de congelados).
Completo la base con un tomate que trocearé en daditos pequeños. Como hoy es “supersábado” en el Lidl está de oferta el kilo de esta solanácea (todos los días la tomamos en ensalada con aceitunitas y pepinillos, pero es tan consistente la receta a la que nos estamos refiriendo que me saltaré el entrante habitual). Ya en esta circunscripción alemana cabe agenciarse también un cartón de vino blanco (Gredos atempera bien, mas no soy sibarita y no hay que serlo en este menester).
En casa tengo: ajo, perejil, pimentón, pimienta, sal y una pastilla de Starlux. Así que sólo me falta el protagonista: las patatas. Voy a una tienda de barrio en Lope de Haro, ya que a 50 pasos se encuentra la pollería donde compro una docena de huevos gordos (algunos días morenos y otros blancos), porque hoy sábado me voy a hacer un revuelto de anguriñas (las patatas viudas siempre las dejo para el domingo, que me lleva mucho tiempo su preparación y ese día como que lo tengo de asueto de otros menesteres). Es muy fulastre entrar en la frutería y comprar solo tres patatas, así que he venido a comprar seis (el domingo que viene repito comida). En el buscar las patatas me entretengo: que si las cojo rojas llevan mayor dureza y el tiempo de cocción se alarga; que si son limpias, pues parece que han pasado por la esteticien; y las terrosas... Su textura salvaje y desaliñamiento en tamaño me atraen. Bien vengo a calibrarlas y determinar su peso a ojo para emparejar un trío de tubérculos con unos 500 gramos más-menos. Mira por dónde a la derecha se encuentran unas brevas y unas paraguayas que tienen buena pinta, que no falte el postre.
Todo guardado en la ubicación adecuada, solo cabe esperar la llegada del domingo. Así, nada más levantarme en el Día del Señor (a las 09.00 horas a lo sumo), echo sobre un plato llano la cantidad de cebolla y pimiento tricolor que desee, el cual descansará dentro de la nevera para que, poco a poco, se vaya descongelando.
El reloj tañe las 12.45 horas y es el momento justo para el vermut del fin de semana. A la par un chorrito de aceite cae sobre la cazuela, a la cual aplico un mínimo fuego. Un hielo para la bebida alcohólica porque mejor es tomarla fresquita. La cebolla al aceite, donde conjugará en el crepitar. Algo de Casera para bajar fuerza al martini (que así también se llama al vermut). A los dos minutos se unen el pimiento tricolor y el tomate al baño que se está dando la cebolla en el aceite (remuévase con cuchara de palo).
Mullidita la base, que a rojo derivó, acomodo las patatas (que previamente habré pelado, tronchado y lavado), y con diligencia suministro el pimentón. Súmese ajo en polvo y perejil picado (tarritos Carmencita), media pastilla Starlux rallada, granos de pimienta molida y todo ello al punto de sal (no cabe olvidarse remover con la cuchara de palo cada dos elementos echados). Se deja en comunión unos cuatro minutos, que no se fría (así que habrá que remover de continuo y con cariño: un ratito de parón, dos ratitos de removimiento). Lluvia de unos 400 ml de vino blanco. En tamaña ventura se habrá degustado algún que otro traguito de vermut. Cinco minutos absorbiendo las patatas los efluvios alcohólicos del vino con la tapadera sobre la cazuela. Otros 400 ml de agua (que estén cubiertas las patatas) darán fin a la condimentación.
A fuego medio, tapada la cazuela y removiendo de tiempo en tiempo. Uno ya puede beber tranquilamente. Para que el maridaje rebulla, lo mejor es crear una ambientación musical jazzística: véase una Diana Krall o el tierno Chet Baker; no es conveniente la “big band” en tono “swing” por sus cambios rítmicos, o el jazz latino, por su velocidad sincopada, y si se busca compostura risueña se hace sitio a Compay Segundo. Si el cocinero busca el relax, siéntese en un sofá y lea un buen libro (si es malo tampoco importa, el caso es leer). Leer y beber. Uno, por estas casualidades de la vida, está leyendo El cocinero del diablo, de Ellery Queen.
Cabe bajar el fuego a los 12 minutos para darle tralla los últimos 300 segundos (por no repetir minutos) de cocción. El vermut se va terminando, que han pasado tres cuartos de hora (por no calcularlo en segundos), que así todo estará al punto. Lo retiro del fuego y emplato (que éste no sea llano porque el caldo se derramará por la mesa). Un proceso que nos habrá llevado como una vigesimocuarta parte del día. Sopla antes de comer porque estará caliente. Buen provecho.
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