viernes, 9 de enero de 2015

Sin destino

Sin destino . Imre Kertész.

El acantilado. Barcelona, 2001. 264 pp. 15 euros (hay edición de bolsillo por 7 euros).


Por J. Teresa Padilla

Puestos a seguir un hilo en las reseñas de mis lecturas, y dado que los recortes, privados y públicos, hacen complicado que éste sea el de la actualidad, hoy he elegido la novela Sin destino . Porque siempre es bueno tener un hilo: para no perderse, para descubrir, quizás, cierta continuidad y coherencia en tu vida lectora o para coser. Sí, para coser las ideas de un autor y de otro y, con un poco de suerte, conseguir algún grado de esa claridad o lucidez que sólo podemos alcanzar por nosotros mismos. Siempre, claro está, con la ayuda de buenos maestros.

Nacido en Budapest en 1929, Imre Kertész, el autor de la novela que os comento hoy, ganó el premio Nobel de literatura en 2002. Gracias a ello muchos lectores, entre los que me cuento, pudimos conocer su obra. Su obra y su visión de la escritura, la vida y los imperativos de la misma, porque junto con su producción estrictamente literaria, también se publicaron los diferentes discursos y conferencias que la concesión del premio exigieron y que son de una asombrosa inteligencia. Es por este tipo de cosas, supongo, por las que podemos perdonar que un día concedieran este mismo premio a Wiston Churchill.

Escrita mucho antes, Sin destino  no fue publicada en Hungría hasta 1975. A España no llegó hasta 1996 de la mano de Plaza & Janés Editores en una traducción bastante descuidada de Judith Xantús. Jaume Vallcorba, fallecido el verano pasado, adquirió para esa joya editorial que es El Acantilado los derechos en castellano de la obra completa del autor húngaro antes de la concesión del Nobel y reeditó Sin destino  después, eso sí, de que Adan Kovacsics, encargado de la traducción de la obra de Kertész en la editorial, revisara la de Xantús.

El hilo entre la novela Vida y destino , nuestra anterior reseña, y Sin destino  parece obvio, pero va mucho más allá de la coincidencia que observamos en el título (y que bien pudiera ser casual). Temporalmente se desarrollan en el mismo momento histórico: la Segunda Guerra Mundial. También se escribieron ambas por la misma época (finales de los 50) y en países que quedaron tras el telón de acero. Las dos novelas tardaron décadas en publicarse. Sin destino , mucho más breve, forma parte sin embargo de una trilogía que se completa con Fiasco (1988) y Kaddish por el hijo no nacido (1990). Una trilogía sobre el Holocausto abordado desde la perspectiva de la ausencia de destino o su expolio.

Destino tiene aquí un significado menos unívoco que en la novela de Grossman, donde aparecía simplemente opuesto a la vida, al hombre y la libertad e identificado con la Historia o el poder anónimo.

En Kertész, destino y libertad también se oponen, es cierto, pero deben integrarse como únicamente pueden, trágicamente, en la vida del hombre. Más allá de la oposición (que ha hecho del hombre un exiliado del mundo y de la historia), de lo que se trata ahora es de comprender ese destino, “relacionarlo con algo, conectarlo con algo”, apropiárselo, identificarse trágicamente con él. El Holocausto es la “estación final” de la cultura europea: ha puesto fin y vuelto irrecuperables el asombro ante la creación y la confianza en el mundo que la definían. Por este motivo el “destierro existencial”, la derrota y la desorientación, como “después de una noche de pesadillas”, es la actual condición humana. Se trata, pues, de hacer del Holocausto un “valor” capaz de llevar a través de un sufrimiento incomensurable a un saber, a una lucidez, que permitan la catársis. Y, a partir de esa catarsis liberadora y, quizás, creadora de nuevos valores, llegar a un nuevo comienzo, una nueva cultura.

Esta apropiación y este saber que buscan hacer del destino “común” (de la historia como sucesión de hechos y azares en la que todo lo que ocurre termina pareciendo que no le ocurre verdaderamente a nadie) mi historia, mi destino, mi vida es el objetivo de la trilogía de la que Sin destino  constituye la primera parte.

El protagonista, György Köves, cuenta en ella con apenas 15 años y nos narra en primera persona su detención y deportación a diversos campos de concentración una vez superada, eso sí, la selección en su primer destino, Auschwitz, y, por tanto, el exterminio inmediato. Es su condición de judío lo que le depara semejante destino y averiguar qué significa, si significa algo, ser judío en su caso (el del “asimilado”) formará parte del saber, de la comprensión, que se persigue en la trilogía.

El relato comienza con los preparativos de la marcha de su padre a un “campo de trabajo” en Alemania. Durante los mismos reconocemos en él al adolescente que, en mayor o menor medida, hemos sido muchos de nosotros: alguien que busca la forma de comportarse y reaccionar “adecuadamente” en un mundo, el de los adultos, que le resulta ajeno y, muy a menudo y sobre todo, falaz. Si se presta la debida atención a cómo ve el mundo antes de ellas, no es tan sorprendente que asuma su detención y deportación, junto con otros compañeros suyos, y, posteriormente, su vida en los campos, con casi la misma actitud. Esta es quizás la característica más acusada y “criticada” o incomprendida de la obra: ante los ojos de este adolescente, todos los acontecimientos que desembocan en la muerte y degradación masiva de miles de personas de su entorno, conocidas y desconocidas, hechos en los que él mismo está inmerso, aparecen como sucesos ininteligibles, sí, pero dentro de una realidad más amplia que tampoco tenía demasiado sentido antes, o a la que el protagonista no ha tenido tiempo de dotar de sentido. Por esta razón, que constituye el nervio de la novela, a algunos críticos les pareció en su momento que a la misma le faltaba tensión dramática y le sobraba frialdad y monotonía narrativa.

Pero es que este joven no está recordando, sino narrando lo que vivió o, más exactamente, su vida, su forma de vivirlo. Y la vida, la existencia, es temporal, se desarrolla “paso a paso”, de forma lineal y monótona. “Lo importante es que todo ha terminado ya”, le dice a su vuelta un bienintencionado periodista. “Antes que nada”, le dice un antiguo vecino, “tienes que olvidar” para empezar “una nueva vida”. Ni uno ni otro entienden lo que para ese niño es obvio: que el sigue viviendo (y esto, junto a la actitud del “señor maestro”, que no conoceremos hasta la tercera parte de la trilogía, es lo verdaderamente incomprensible). Él sigue viviendo y siempre se sigue viviendo la misma vida. La vida no es algo que pasa y queda concluso y terminado en el pasado reiniciándose a cada instante. No es ni puede ser, para ser la vida de alguien, un conjunto de sucesos inconexos.

Después de haber vivido y contado todo con la objetividad y falta de dramatismo propias de su visión de adolescente (huraña, desapegada y egoísta), después de habernos puesto ante los ojos que los campos han demostrado que la violencia y el asesinato pueden ser una forma de vida y que no constituyeron, en realidad, una ruptura abrupta e inexplicable con la vida (y la historia) anterior a ellos, sólo entonces, al final de la novela, le vemos rebelarse y enfrentarse a todos los que, de una u otra forma, pretenden despojarle, por el camino del olvido o de la rememoración de lo ya pasado y acabado, de su vida, su destino.

Pero György y Kertész (supongamos que no son la misma persona) y, en realidad, todos nosotros, que, queramos o no, formamos parte de la misma cultura que alcanzó en Auschwitz su punto crítico, debemos afanarnos, puesto que sorprendentemente seguimos aquí, en seguir viviendo nuestras vidas. Qué tipo de supervivencia sea ésta y cómo es posible, si es que lo es, será lo que nuestro protagonista irá intentando llegar a comprender en Fiasco  y, sobre todo, en Kaddish  (mi preferida). Llegar a comprenderlo mientras vive y viviéndolo, porque Auschwitz sucedió, pero no pasó (terminó).

No hay comentarios:

Publicar un comentario