Existe un tópico, falso, como casi todos, y de profunda raigambre patriarcal, que dice que los hombres (entiéndase varones) llegan a la plenitud o madurez intelectual a partir de los cuarenta o cincuenta años, mientras que de la otra mitad, más o menos, del género humano (entiéndase mujeres) no se sabe o, por lo menos, no se dice nada. No se sabe o dice nada en cuanto al momento intelectual que viven cuando llegan a esta edad, pues lo que sí se dice, dependiendo un poco del grado de educación de quien lo diga, es que “se les ha pasado el arroz”, “envejecen mucho antes y peor que los hombres” (entiéndase varones), “tienen más difícil rehacer sus vidas” (en el caso de que tuvieran intención de iniciar una nueva vida, se sobrentiende que acompañadas, a esa edad), y un largo etcétera de lindezas por el estilo.
Lo que tienen los tópicos es que, aunque sean casi siempre falsos, no por ello carecen de justificación (entiéndase base en la que apoyarse). Y la base en que se apoyan estos que mencionaba es la idea, el prejuicio o la suposición de que la mujer es un ser humano sometido a su biología, cuando no puramente biológico, mientras que el hombre (entiéndase varón) tiene una vida intelectual propia e independiente de los imperativos y azares puramente físicos. Lo que para éste es accidental y carece de importancia a la hora de explicar sus acciones y decisiones, para ella es esencial y determinante. El dualismo cuerpo-alma no se aplica, en modo alguno, de la misma forma a unos y otras. El ser humano por antonomasia (el que tiene un alma, o como quiera llamarse, racional independiente del cuerpo y sus pasiones) es el varón y, por ello, el nombre masculino (hombre) asume el neutro y sirve para designar a toda la especie.
La madurez es un periodo largo y prometedor en los varones, pero, al parecer, en las mujeres es como la primavera madrileña: o no existe o queda reducida a un breve periodo de imprevisible inestabilidad. Claro que, para seguir desarrollando el tópico y todos sus afluentes, aunque el periodo sea breve, la inestabilidad es un rasgo común de todas las edades femeninas; ya sabéis: la donna è mobile. Antes de los cincuenta porque está sometida a los cambios hormonales de la menstruación o, en su caso, de la gestación, y después porque no lo está o no va a estarlo en breve. En fin, que no hay salida. Hagamos lo que hagamos nunca vamos a conseguir hacernos dueñas plenamente responsables de nuestras vidas, decisiones y, menos aún, reacciones. Por carecer, hasta carecemos de un temperamento o carácter propiamente dicho (personal e independiente del sexo). Lo nuestro es siempre una cuestión hormonal.
Lo malo de todo esto no es, sin embargo, que lo digan y crean ellos (entiéndase los varones). Yo creo que, en lo que respecta al grado de conocimiento que de las mujeres tienen los hombres (varones, claro), las mujeres de todas las épocas, lugares y civilizaciones han tenido una opinión saludablemente pobre. Lo malo es que ellos lo dicen o creen porque forma parte del esqueleto ideológico de nuestro mundo. Es decir, que lo malo es que nosotras también nos lo creemos y hasta lo hemos dicho bastante a menudo. Y lo ya no malo, sino peor, es que lo que se dice tanto, se termina creyendo y lo que se cree termina haciéndose realidad. ¿El resultado? Pues que hasta hace muy bien poco una mujer de cuarenta y tantos o cincuenta años era una “señora mayor”. Las más coquetas se arreglaban, teñían sistemáticamente sus canas y mentían sobre su edad (recuerdo que una de mis tías consiguió, incluso, que en su DNI constara un año de nacimiento absolutamente ficticio cuya falsedad no había tercer grado capaz de conseguir que confesara). Las demás se abandonaban, como corresponde a la llegada de un momento de la vida del que no cabe esperar ya nada bueno (excepción hecha, quizá, de los nietos), sólo seguir envejeciendo y morir. Obviamente entre estos dos extremos cabían también múltiples formas de vida intermedias. Lo que ya no creo que existiera es ninguna que opinara que estaba en la “plenitud de la vida”.
Allá en la prehistoria, hace veinte años o incluso más (de casi todo hace ya este tiempo), estudié con Celia Amorós en su época en la Complutense y formé parte de las alumnas que inauguraron su “Seminario Permanente de Ilustración y Feminismo”. Debo reconocer que entonces era bastante escéptica sobre la utilidad del desenmascaramiento de la ideología patriarcal en el pensamiento occidental al que ella nos animaba con una pasión admirable. Creía que el mejor camino para luchar contra el androcentrismo era la acción y no la reflexión: hacerse con esos centros y no tanto desvelarlos. Me equivocaba, claro, como lo demuestran, por ejemplo, las famosas declaraciones de la presidenta del Círculo de Empresarios, Mónica Oriol, sobre la contratación de mujeres y la legislación que pretende protegerlas. Me equivocaba, sobre todo, porque las excepciones a la regla se pueden siempre admitir sin cuestionar la validez de la misma, y me imagino que algunas de estas mujeres de éxito se sentirán halagadas por ser consideradas y poder considerarse precisamente eso: excepciones (entiéndase mujeres excepcionales).
No, me equivocaba; el trabajo teórico de pensadoras como Celia Amorós era necesario y ha llegado a tener consecuencias reales. Una de ellas que pueda afirmar con total sinceridad e íntima satisfacción que no sólo yo, sino otras muchas mujeres que conozco, hemos llegado a la madurez intelectual y vital. Y eso a pesar de no poder considerarnos “mujeres de éxito”. Puede que no estemos tan elásticas y tersas como a los veinte años (ellos, entiéndase los varones, tampoco lo están), pero nuestros cuerpos nos siguen respondiendo razonablemente bien y nuestras mentes trabajan mejor que nunca. Por fin tenemos el suficiente conocimiento acumulado como para saber lo que queremos y lo que no, lo que somos y lo que no, lo que nos falta por conocer o sentir y lo que no se merece ningún esfuerzo por nuestra parte. Habrá quien ya no nos mire, seguro. Pues él se lo pierde. Habrá quien nos tema. Pues probablemente con motivo. Seguro que también hay algún valiente que se atreva a mirarnos y sonreírnos, aunque es lo de menos, que entre nosotras ya lo hacemos.
Hoy, justo hoy, nuestra Juana cumple cincuenta tacos, así, uno detrás de otro. Iba a regalarle una excursión a Burrolandia porque adora a estos equinos (yo creo que por eso me tiene cariño a mí también), pero es imposible llegar en transporte público y andamos tiesas en lo que respecta al privado. Sin descartar que con el buen tiempo intentemos el trayecto aunque sea a pie, la celebración seguramente se quedará en una juerga cervecera (lo que os advierto que no nos defrauda lo más mínimo). Muchos proyectos tenemos, mucho que decir y escribir. En resumen: mucha vida, que el cura que ha de darnos la extremaunción no es todavía monaguillo. Felicidades, tocaya.
A ver, yo discrepo un poco en eso de que tenemos el suficiente conocimiento acumulado para saber lo que queremos. A mí me queda todavía mucho para llegar a la cincuentena (jeje), pero aseguro que ni de lejos he dejado de lado la inseguridad. Dependerá de cada una, como todo, pero seguimos sin valorarnos lo suficiente. Bueno, Juana en este tema tiene un extra acumulado que la sitúa por encima de la media. Yo de mayor quiero ser como ella. Muchas felicidades. Espero que tengas éxito en tus nuevos proyectos (otra vez, jejeje). Un beso.
ResponderEliminarMarisa, tus piropos siempre tienen un lado oscuro. ¡Mira que considerar mayor a Juana! ¡Mayor, no, madura! Ya sabemos todos que tú todavía estás verde e incomestible, pero ya te llegará, ya...
ResponderEliminarVamos a ver Teresa, vuelve a leer mi comentario, por favor. El extra al que me refiero cuando digo que Juana está por encima de la media, es en lo referente a la seguridad que mantiene en sí misma, lo que me hace sentir verdadera envidia sana. En cuanto no te mando mis textos con anterioridad para que me los corrijas, pasan estas cosas ¿ves? Seguro que me hubieras dicho que no quedaba claro.
ResponderEliminarEl lado oscuro de tu piropo lo veía yo más bien en tu "de mayor quiero ser como Juana", claro que, ahora que lo pienso (o lo releo), puede que no estuvieras insinuando que ella ya lo fuera... Quizás lo leyera influenciada por tu deseo manifiesto de ser una bruja o quizás lo sea yo, y por eso leo estas cosas. En fin, que me parece que este asunto (la equivocidad lingüística) lo mismo se merece una entrada. ¿Te animas?
ResponderEliminarGracias por lo piropos, ¡jovenzuelas! La frase “de mayor quiero ser como Juana” la he oído tantas veces (desde hace tiempo), que he llegado a pensar que soy admirable desde el día que nací. Y como no tengo abuela…
ResponderEliminarPues si, cincuenta, o quizás más, que una además de coqueta como tu tía, Teresa, también es de letras y ha ido perdiendo la cuenta por el camino, y sin ganas de buscarla y hacer la suma. Además, como he oído o leído alguna vez, la edad se juzga por la cantidad de temor que se siente cuando uno se topa con una nueva idea, y en ese caso, yo, de primavera eterna.
Se mantienen muchos tópicos, sí, sobre todo en países de tradición machista como el nuestro, donde la ofensa personal hacia la mujer casi siempre tiene que ver con su físico. Cuando es joven, rebeldona y con carácter fuerte la frase típica suele ser “esta lo que necesita es un buen polvo”; cuando llega a la madurez y dice “aquí estoy yo”, reivindicando su lugar, se la despacha llamándola menopaúsica, y cuando llega a la vejez, como bien dices, se supone que debe renunciar absolutamente a su atractivo esperando a que le llegue su hora. Hay que negarse a entrar en todo eso, la vida es un rebelión continua, una prueba de resistencia (como muy bien se demuestra en estos diarios). Pobre de la mujer que se deje amedrentar por los años o por la idiotez de quien la juzga en función de su edad.
Pero por encima de todo ese discurso reivindicativo está la persona, su sustancia. Y para mí, lo más importante es averiguar si a medida que voy cumpliendo años me voy acercando al adulto que quería ser de niña.
¡Cuenta!, ¡cuenta! (no años, esa cuenta está bien perdida, sino lo que querías ser de niña). Yo de niña quería ser mayor, pero no sé muy bien qué tipo de persona mayor (nunca he tenido objetivos vitales claros, así me ha ido). Ahora, fíjate, en lo que me esfuerzo es en recuperar y conservar a la niña que fui. Claro que, bien pensado, puede que esto no sea tan diferente a tu objetivo de llegar a ser lo que entonces querías. Lo dejo aquí, porque me pongo a dar vueltas y me mareo (y a cualquiera que me lea). Sí, Juana, eres admirable. Ya de que lo seas desde tu nacimiento, no puedo dar fe, aunque no me extrañaría nada.
ResponderEliminarDe niña quería ser chico. Aunque en mi propia familia el trato siempre fue igualitario y nunca se hizo distinción en derechos, deberes o en educación entre niño o niña, sin embargo, en el entorno familiar (muy numeroso y dado a reuniones en masa), una percibía diferencias que incitaban a la sublevación. A los chicos se les daba más libertad, no se les exigía que realizaran tarea doméstica alguna, las madres eran muy condescendientes con sus defectos y se valoraba públicamente sus avances escolares; mientras que a las niñas únicamente se las ensalzaba si mostraban naturaleza “buenecita”. Todo esto me hizo pensar a menudo que quería ser chico.
ResponderEliminarLuego, con los años, descubrí que lo que quería era tener sus mismos derechos y ser tratada como ellos, pues con el sentido de igualdad y justicia que iba desarrollando nunca toleré que se me ninguneara. Ya acercándome a la adolescencia, decidí que lo que yo quería era que nadie me mandara, ni organizara mi vida, pero ya no tenía tan claro que eso fuera privilegio de los hombres, pues se veía cada caso…
Con once años leí Robin Hood y entré de cabeza en la Edad Media fascinada por esa época de renacimientos, cambios, heterodoxias y revoluciones. Entre toda la maraña medieval me sentí atraída por la figura del estudiante de esos tiempos, de vida errabunda, buscando nuevos conocimientos, al tiempo que conocía lugares y gentes nuevas. Eso es lo que yo quería: saber, viajar, conocer diferentes personas e incorporar a mi vida lo que me pareciera admirable de las suyas. Un plan que estaba muy alejado de la quietud que socialmente se esperaba de una mujer, pero como, afortunadamente, no me ha tocado vivir tiempos demasiado rígidos para mi género y, además, nunca he sentido la llamada del hogar (crear mi propia familia), he procurado llevar a cabo ese estilo de vida en la medida de mis posibilidades.
Pero el tiempo, la experiencia, son los que van dando forma al plan. Entonces uno se da cuenta de que no es suficiente con prescindir de ataduras físicas, ni tan siquiera estas son lo más importante cuando se habla de independencia, hay otras, más fuertes, que hay que saber detectar y erradicar a tiempo, como: el miedo; la culpa; la voz en off que descalifica nuestras ilusiones; las relaciones nocivas, que chupan o tratan de destruir nuestra energía; las relaciones superficiales; el autocontrol…
En fin, con los años he ido perfilando un poco más el deseo que tenía de niña y ahora sé que la auténtica independencia no está asociada a la energía masculina, sino que es obra de uno mismo, sea hombre o mujer.
Y en eso estamos.