La campana. Iris Murdoch.
Alianza: Madrid, 2002. 392 pp. Descatalogado.
Por J. Teresa Padilla
Algo de miedo me da, la verdad, hacer esta reseña. Porque he de confesar que mis relaciones con la literatura anglosajona son, cuando menos, distantes. Muy distantes y anticuadas. A quienes más y con mayor placer he leído son las hermanas Brontë (no me preguntéis cuál es cuál, que soy incapaz de distinguirlas), Jane Austen (a la que alternativamente confundo, bien con las Brontë, bien con uno de sus personajes, Jane Eyre) y, ocasionalmente, y a él por lo menos no lo confundo con nadie, Dickens. A Virginia Woolf la conozco más por sus Diarios que por sus novelas, que, excepción hecha de Flush y alguna otra, nunca he terminado de leer o he leído con demasiada dificultad. De Lawrence Durrell leí Justine hace un par de años y, aunque tomé alguna nota, no terminó de convencerme hasta el punto de seguirle leyendo, así que el único Durrell que pulula por casa es su socarrón hermano Gerald, del que es incondicional mi hijo. Doris Lessing, no me preguntéis por qué, me resultó antipática. Sólo otra campana, La campana de cristal de Sylvia Plath, logró despertar esa fascinación que busco sentir cuando abro un libro. Mi admiración por Henry Roth no cuenta, porque a él ni siquiera le considero un autor anglosajón. Obra o autor más o menos, creo que esto es todo, amigos.
Ésta es, por tanto, la primera vez que leo a Iris Murdoch. Como casi siempre, por casualidad: husmeo en la biblioteca buscando algún tesoro oculto, aunque sólo sea para mí. Y, aunque en principio suelo evitar a los anglosajones por los motivos ya expuestos, seguí por una vez, y sin que sirva de precedente, la recomendación de un amigo.
La campana empieza de una forma brillante, o a mí me lo parece:
“Dora Greenfield dejó a su marido porque le tenía miedo. A los seis meses decidió volver con él por la misma razón”.Y enseguida se especifica el origen de este miedo:
“A Dora le invadía un sentimiento de culpabilidad, y con la culpabilidad se presentó el temor”.Podría parecer que así se inicia la historia de una esposa atormentada o de un matrimonio desgarradoramente infeliz. Pero sólo porque no conocéis aún a Dora. Su matrimonio es, desde luego, infeliz, pero su carácter la hace inmune a una tortura íntima o un desgarramiento mínimamente profundos o duraderos. Se trata, sencillamente, de uno de esos matrimonios (más habituales, incluso hoy, de lo que pensamos) en los que el hombre decide casarse con una mujer que considera inferior a él de la que, por tanto, espera sumisión, agradecimiento y admiración. Desde su perspectiva, le ha hecho un favor. Dora no es, efectivamente, una mujer especialmente inteligente, pero, para desgracia de Paul, su marido, está llena de vida y de amor a la vida. De forma que, aunque se siente culpable por haber decepcionado a su particular Pigmalión, no puede sino optar por la única alternativa que el propio Paul, considerando la ineptitud de su esposa, contempla a la sumisión: la burla (desde la perspectiva de Paul), o sea, la infidelidad.
La verdad es que resulta sorprendente la flema con la que Paul asume ésta (siendo, además, un hombre bastante celoso, como, por otra parte, es siempre este tipo de hombre cuando teme perder el objeto de su dominio) y la poca culpabilidad que siente Dora a este respecto. Y para ninguno de los dos parece tener el amor nada que ver. Las infidelidades de Dora son para su marido la forma que este ser, a todas luces inferior a él, tiene de rebelarse contra su superioridad y la sumisión natural que de ella se deriva, y la culpabilidad de Dora se limita al reconocimiento de que no puede llegar a ser aquello en lo que se supone que debería haberse convertido en virtud de un matrimonio tan “envidiable”. El sexo con otros responde, exclusivamente, a su incapacidad para dejar de estar viva, incapacidad, de la que, naturalmente, resulta muy difícil considerarse culpable. La única historia de “amor” que protagonizan estos dos personajes es la suya: un amor que, en el caso de Paul, está lleno de desprecio (un desprecio por Dora derivado del desprecio que siente por sí mismo, concretamente por lo que le une a ella: la sensualidad y la necesidad de un referente inferior para poder sentirse mejor de lo que es) y, en el de Dora, de una mezcla confusa de compasión, egoísmo, narcisismo e inseguridad en sí misma.
Pero ni Dora, ni Paul, ni su matrimonio son los protagonistas de la novela, aunque sirvan de hilo conductor. El regreso de Dora con su marido la conduce a Imber Court, una propiedad rural que alberga un convento de monjas anglicanas de clausura (no tenía ni idea de que existieran) y en la que se está intentando constituir y consolidar una comunidad seglar paralela al convento con un objetivo espiritual (el perfeccionamiento moral y el desarrollo personal) y otro más práctico (la autosuficiencia económica). A esta peculiar comunidad, en la que las ceremonias religiosas y las labores agrícolas se mezclan a partes iguales, llega nuestra urbana Dora para encontrarse con su marido, que no se encuentra allí como miembro de la misma, sino realizando tareas de investigación. Ni que decir tiene que Dora es tan ajena a este mundo como lo era a la vida de su marido y a su condición de esposa. Pero aquí el foco de interés de la narración, sin olvidarla nunca, se dirige al resto de los personajes, a los miembros de la comunidad. Sobre todo a Michael Meade (propietario de Imber Court), que terminará adquiriendo la condición de verdadero protagonista, a Catherine y Nick Fawley, dos hermanos mellizos que parecen, sólo parecen, estar en las antípodas desde el punto de vista espiritual, y a Toby, un joven vital e ingenuo que llega a la comunidad a la vez que Dora de la mano de James Tayper Pace (un cuasi profesional de las comunidades religiosas laicas que encabeza, junto a Michael, la que aquí se intenta constituir).
Decía que Michael termina convirtiéndose en el protagonista de la novela porque él es el que vive de una forma más lúcida aquello de lo que ella pretende hablar: si la persecución de la beatitud (del perfeccionamiento moral) exige la renuncia al deseo, si este es idéntico al amor o va unido a él de forma inseparable…
Iris Murdoch tiene fama de ser una novelista de “ideas” muy capaz, sin embargo, de dar vida a personajes creíbles para que las encarnen. Michael es uno de ellos. Y Dora, a la que se termina por coger un sincero cariño a pesar de su superficialidad. Hasta se consigue compadecer al mezquino de Paul. Tengo que reconocer que estuve a punto de sucumbir en la prolija descripción del entorno natural, terrestre y acuático, de Imber Court, aunque supongo que esto se debe a que mi falta de inteligencia espacial me exige, para no perderme, prestar una atención agotadora a este tipo de detalles. Pero la superación de este escollo personal valió la pena. Me gustan las novelas con "ideas" (es decir, las novelas en las que autor y lector buscan aprender algo). Me gustan los personajes creíbles. Al final, la he disfrutado. Creo que seguiré leyendo a Iris Murdoch. Más cuando quienes la conocen bien no cuentan La campana entre sus mejores obras. Quién sabe, quizá consiga drenar un poco esta laguna mía (más bien océano) con la literatura anglosajona.
Hace algunos años vi la película ‘Iris’, basada en los diarios del marido de Iris Murdoch, John Bayley, que desde 1994 cuando Murdoch descubre que tiene Alzheimer, dedica todo su tiempo a cuidar de ella y a escribir sus memorias. En la película, Bayley aparece como un santo (él escribió el guión) mientras que a Iris le faltaba poco para que el espectador concluyera que era cortita y algo mentecata, aunque de personalidad intensa. Cosa rara, si se tiene en cuenta que en su país a Iris Murdoch se la presentaba en los actos públicos como la «mujer más brillante del Reino Unido»; pues, según su marido, no era tan genial. El visionado de la película no me empujó a leer nada de ella, pero tiempo después alguien me prestó un libro suyo de filosofía, ‘La soberanía del bien’, donde relacionaba este valor con el arte y la belleza, dándole así una dimensión platónica. Me gustó.
ResponderEliminarCoincidiendo con la película se publicó la biografía de Murdoch, de Peter J. Conrad, sobre la cual la prensa se hizo eco de la revelación de la relación sadomasoquista entre Iris Murdoch y Elías Canetti, del que decía: “me subyuga completamente”. Canetti despotricó de sus años en Inglaterra y Murdoch no se libró del retrato que el escritor búlgaro-alemán hizo de la mayoría de sus colegas ingleses, desdeñándola intelectualmente solo porque durante una cena se insinuó con descaro a un amigo del escritor; lástima en un autor de altura como Canetti, (aunque solo por ‘La lengua absuelta’, se lo perdonaría todo).
Está claro que en lo referente a Iris Murdoch los hombres no son una fuente nada fiable, y habrá que leerla haciendo caso omiso de maridos y amantes.
Puede que lo próximo que lea sea algo suyo.
En general, los varones no son, efectivamente, una fuente fiable cuando hablan de mujeres, más si éstas son presuntamente brillantes. Desgraciadamente, tener menos talento o ser menos inteligente que una mujer sigue siendo para la mayoría de ellos humillante, y cuanto más cercana es o ha sido la mujer, peor. De ahí que tengan que aprovechar las oportunidades que la vida o la enfermedad les brindan de mejorar sus posición relativa. Es curioso y triste cómo son capaces de jactarse de haber conquistado a mujeres bellas y, a la vez, en lugar de jactarse, despreciar a las amantes que les hacen, o pueden hacer, intelectualmente sombra.
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