Por Marisa Díez
Le recuerdo a menudo sentado en su sillón de orejas, siempre con un libro entre las manos. Sus gafas de vista cansada apoyadas en la punta de la nariz. De vez en cuando levantaba la cabeza para hablar con quien quisiera escucharle, porque él charlaba mucho, cada día más. Y entonces podías admirar sus ojos azules, que con los años se tornaron, si cabe, aún más expresivos. A pesar de haber superado los setenta, no había perdido el pelo, de un blanco puro, impoluto. Exactamente el mismo tono que había mantenido su madre hasta que murió.
Gruesas arrugas cruzaban su frente y su rostro. Las primeras, decía, eran consecuencia del tiempo que dedicaba a pensar y cavilar sobre el sentido de la vida. De las segundas el motivo era algo más elemental: simples señales de su carácter extremadamente risueño. En definitiva, las marcas de una existencia trabajada a destajo durante años.
Lucía siempre un tono de piel envidiable, consecuencia de los largos paseos a los que se entregaba cada mañana. Nunca abandonó esa actividad, que además de procurarle beneficios a su tensión arterial y a sus niveles de colesterol, le permitía cultivar las relaciones sociales y poner en práctica aquello que más le gustaba: relatar sus chascarrillos a todo aquel que estuviera dispuesto a prestarle atención.
Le encantaba gastar bromas, continua y sistemáticamente. Por cualquier motivo. No le importaba la situación. Y soltaba esa carcajada desmesurada, aparatosa, que hacía volver la cabeza a quien pasara por su lado. Con la edad perdió por completo el sentido de la mesura. Todo en él era excesivo. Todo, excepto su físico. De natural delgado, al llegar a la edad de la jubilación fue acumulando algún kilo de más, lo que en absoluto le producía preocupación ni sonrojo. Antes al contrario, se jactaba de haber conseguido por fin disimular en parte su escuálida figura.
El contacto con los libros le proporcionaba un cúmulo de conocimientos que fue incrementando a lo largo de su vida, de tal forma que al llegar a la vejez, disponía de un bagaje cultural que para sí quisieran aquellos que habían perdido años de su vida en escuelas o universidades. Y, si algo desconocía o dudaba, acudía sin reparo a lo que él llamaba “el tumbaburros”, palabro que inventó para denominar el común diccionario de la época.
Mención aparte ocuparía el capítulo de sus ideas, que defendía de forma vehemente, debido siempre a su carácter extrovertido. Pero, sobre todo, porque le hubiese gustado recuperar los largos años en los que se vio obligado a mantenerlas en silencio.
En definitiva, y como diría Machado retratándose a sí mismo, un hombre, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Básicamente, así era mi padre.
Un bonito regalo, para un día como hoy.
ResponderEliminarTienes razón, Yolanda, la cancioncita se las trae, pero es que yo recuerdo escuchar a Machín desde chiquitita porque a él le encantaba. Me alegro de que te haya gustado. Es un texto que escribí hace un tiempo, pero hasta hoy no me he decidido a publicarlo aquí. Gracias por tu comentario. Un beso.
ResponderEliminarSin saberlo, aquel día redactaste una semblanza. Muy entrañable.
ResponderEliminarSí, sí, ya lo había pensado, Juana. Igual ya tengo los deberes hechos, ¿no?
ResponderEliminarPues sí, la colgamos en el blog y como deber (que no te libras) escribes un cuento personalizado, que lo he incluido también.
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